En el “Canon de la Razón pura” de la primera Crítica formula Kant tres preguntas en relación con los intereses de la razón, que se han hecho célebres: “¿qué puedo saber?”, “¿qué debo hacer?”, “¿qué me es permitido esperar?” (A 805 B 833)1. El interés de la tercera cuestión es el que se encuentra a la raíz de las dos anteriores, porque queremos saber y debemos obrar con justicia para poder esperar un mundo mejor. De donde se sigue que cualquier saber, en nuestro caso la bioética, cobra todo su sentido de la aspiración a construir un mundo más humano.
Cómo debería de ser ese mundo quedó expresado, como compromiso, en los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que plantearon las Naciones Unidas en 2000, y con mayor claridad, en los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que deberían cumplirse en 2030 y se explicitan en 17 metas. La sostenibilidad exige gestionar los recursos de la tierra posibilitando el bienestar de las generaciones presentes, sin poner en peligro el bienestar de las generaciones futuras, y a la vez sin perjudicar el capital natural y manteniendo sus condiciones de reproducción.
En alcanzar estos objetivos la bioética tiene un papel insustituible porque su tarea consiste en preservar y promover la vida de las generaciones presentes y futuras y de la naturaleza con sentido de la justicia, en cuidar de los seres vulnerables y en asumir la responsabilidad por las consecuencias que las decisiones económicas y los avances científicos y técnicos tienen para ellos, e incluso los impactos no deseados.
Una bioética cívica, que contiene los mínimos de justicia local y universalmente exigibles, y se convierte paulatinamente en bioética global en un mundo multicultural, puede llevar a cabo esas tareas, dando razones para la esperanza en un mundo más humano. Se inscribirá en el marco de una ética del cuidado de lo vulnerable y en el de una ética de la responsabilidad por las consecuencias de las decisiones económicas y de los avances científicos. Esto es lo que pretendió desde sus orígenes. Pero cada vez las exigencias se hacen mayores, y es urgente delinear los trazos del tipo de racionalidad que será capaz de asumir las riendas de esta bioética cívica global, del cuidado y la responsabilidad. Una razón dialógica cordial será la respuesta que ofreceremos en el último apartado (Cortina, 2007).
Como es sabido, el término “bioética” se compone de los vocablos “bíos” y “ethiké”.El primero se refiere a la vida humana, y el segundo deriva de êthos, que significa costumbres, carácter y lugar en que se vive. A pesar del sesgo médico que desde los años setenta triunfó en la bioética, la primera ocasión en que se utilizó el término designaba al conjunto de la vida orgánica (zoé).
En efecto, según Sass, fue Fritz Jahr en 1927 quien primero utilizó el término “Bio-Ethik” como disciplina académica y como rasgo de virtud y carácter, y con él se refirió a la vida orgánica. Precisamente Jahr tradujo el imperativo categórico kantiano en términos bioéticos y compuso un imperativo bioético universal, que decía así: “Respeta por principio a cada ser viviente como un fin en sí mismo y trátalo, de ser posible, como a un igual” (Sass, 2011, 20). Con ello ampliaba el ámbito de la obligación ética al de todos los seres vivos, y flexibilizaba el mandato, que no era ya categórico, sino que estaba condicionado a que sea posible tratar con respeto a todos los seres vivos (Gracia, 2011; Mainetti, 2011).
Sin embargo, como una nueva forma de saber, oficialmente reconocida, la bioética nace en los años setenta del siglo XX con un “nacimiento bilocado”, porque desde él se marcan dos tendencias: la bioética ecológica de Potter y la bioética médica de Hellegers y Callahan (Abel, 2001, XIII-XVII, Ferrer y Santory, 2004, 400). De las dos tendencias la que asumió el rótulo “bioética” fue la médica y cobró un fuerte impulso con los principios del Informe Belmont, que se utilizaron para resolver dilemas bioéticos estableciendo entre ellos un orden lexicográfico, incluso en ocasiones se tomaron como principios de las éticas profesionales (Gracia, 1989/2007).
Más tarde la incongruencia de usar estos principios como un mecanismo de resolución de problemas llevó a la crisis del principialismo. Y algunos autores apuntaron que no-maleficencia, beneficencia, respeto y justicia, más que principios, son términos que forman parte del lenguaje con el que hay que abordar los problemas médicos (Kucewski, 1998). Incluso algunas voces propusieron que, utilizando ese lenguaje, se atendiera más a las Metas de la Medicina de que había hablado el Hastings Center, entendiéndolas como metas de la actividad sanitaria y de la bioética médica (The Hastings Center Report,1996). Estas metas consistirían en prevenir la enfermedad, curar lo que pueda ser curado con los medios disponibles, cuidar lo que no se puede curar, y ayudar a morir en paz, y darían sentido y legitimidad a la actividad sanitaria.
Para caracterizar la bioética es posible acudir a muchos textos, entre ellos, a la Encyclopedia of Bioethics (1978), que es la obra de referencia fundacional de la disciplina (Mainetti, 2011, 227). En su segunda edición revisada se define como “el estudio sistemático de las dimensiones morales –incluyendo la visión moral, decisiones, conducta y políticas- de las ciencias de la vida y la atención de la salud, empleando una variedad de metodologías éticas en un contexto interdisciplinario”. Naturalmente, al hablar de “ciencias de la vida” nos referiríamos a cuantas atañen a la vida en sentido amplio. ¿Por qué surgió la bioética como un saber específico?
Entre las razones que dieron lugar al nacimiento de la bioética es esencial el extraordinario incremento del poder tecnológico, que tiene consecuencias para la vida de la naturaleza y de los seres humanos. Precisamente Potter al utilizar el término “bioética” en 1970 y 1971 pretendía bautizar a una ética nueva que debería incluir las obligaciones hacia la biosfera en su conjunto, a diferencia de las éticas tradicionales, preocupadas fundamentalmente por las obligaciones hacia los seres humanos (Potter, 1970, 1971). La bioética pretendía tender un puente entre la cultura de las ciencias y la de las humanidades. Era una necesidad que flotaba en el ambiente, como muestra el hecho de que Potter dedique Bioethics: Bridge to the Future a Aldo Leopold, quien en A Sand County Almanac de 1949 proponía una Ética de la Tierra, que exige protección también para los seres humanos y la naturaleza. Por otra parte, trabajos como los de Karl-Otto Apel (1985) o Hans Jonas (1994), reclamando una ética de la responsabilidad ante las consecuencias universales del incremento de la ciencia y la técnica, caminan en esta dirección.
Pero el incremento del poder tecnológico afecta también decisivamente a la práctica clínica en todas sus facetas, haciendo necesaria una bioética médica. A lo cual se une el deseo de evitar la judicialización en las ciencias de la salud y las tecnologías, recurriendo a comités y códigos éticos, el encarecimiento de los instrumentos diagnósticos y terapéuticos, que requieren medidas de justicia local y global para distribuir equitativamente los recursos sanitarios o el vigor de las Humanidades Médicas.
Sin embargo, hay una razón para el nacimiento de la bioética, que suele quedar relegada a un segundo plano y que es, a mi juicio, crucial, especialmente para los países iberoamericanos: en los años sesenta y setenta se produce la llamada “revolución de las éticas aplicadas” en las sociedades moralmente pluralistas, éticas que son la expresión de una naciente ética cívica en los distintos ámbitos de la vida social. Una de las tres pioneras es la bioética.
Aunque la bioética nace en Estados Unidos y desde allí se extiende al resto de países, la bioética latinoamericana tiene rasgos comunes que comparte con la española, en virtud de experiencias sociales, culturales y políticas comunes, diferentes a las de Estados Unidos. Como sugiere Mainetti, no se reduce al bíos tecnológico y al êthos liberal, característicos del modelo norteamericano, sino que enfatiza el bíos humano y el êthos comunitario (Mainetti, 2011). Por eso, a mi juicio, está predispuesta a sintonizar con un modelo bioético construido desde la intersubjetividad, y no desde el individualismo, y con tradiciones filosóficas hermenéuticas y dialógicas, más que con las pragmatistas y utilitaristas. Por otra parte, dada la situación de pobreza de la región, y sobre todo de desigualdad, preocupan esencialmente las cuestiones de justicia distributiva y de equidad en la asignación de recursos sanitarios. Por eso la bioética iberoamericana se interesa muy especialmente por los problemas de justicia local y global, las políticas públicas y la intervención en los contextos concretos.
Sin embargo, hay otra característica común que, a mi juicio, es relevante y que marca cierta diferencia con el modelo anglosajón: los países iberoamericanos viven en las últimas décadas del siglo XX el tránsito desde sociedades moralmente monistas a sociedades moralmente pluralistas. Estados Unidos no ha vivido la experiencia de pasar de un Estado confesional a un Estado laico, de una sociedad moralmente monista a una pluralista, y por eso el objetivo de Rawls al intentar diseñar una concepción moral-política de la justicia, compartida por todas las doctrinas comprehensivas del bien, es el de encontrar en la población el consenso suficiente para mantener una constitución democrática en una sociedad pluralista. El objetivo es primariamente ético-político (Rawls, 1996).
En los pueblos iberoamericanos la experiencia común consiste en transitar desde sociedades con un código moral único -el de una versión integrista de la moral católica o, en alguna ocasión, el laicismo (México) - a sociedades moralmente pluralistas, en las que conviven distintos grupos sociales con distintas éticas de máximos, distintas ofertas de vida buena (Cortina, 1986). Estos grupos comparten unos mínimos de justicia por debajo de los cuales no se puede caer sin incurrir en inhumanidad. De forma que ésta sería la fórmula del pluralismo moral: “compartir unos mínimos de justicia y respetar activamente unos máximos de felicidad y sentido vital” (Cortina, 2002, 50). El objetivo de quienes tratan de descubrir si es posible esa ética cívica y cómo construirla es primariamente ético: descubrir una ética común desde la que construir ciudadanía, contando con una diversidad de tradiciones cristianas, indígenas y de otras tradiciones religiosas y filosóficas. A través del diálogo entre las éticas de máximos se trata de intentar descubrir conjuntamente cuáles son los mínimos de justicia que la sociedad comparte, cuál es la ética de la ciudadanía. Recordando que a los máximos de vida feliz se invita, los mínimos de justicia se exigen.
No se trata de valores y principios objetivos que existen con independencia de los sujetos y éstos no tuvieran sino que descubrirlos. Tampoco son subjetivos, porque las propuestas de justicia se exigen y esto reclama intersubjetividad. Son objetivos por intersubjetivos, por ser descubiertos intersubjetivamente a través del diálogo en que cada una de nuestras sociedades es (Cortina, 1997).
Y mi experiencia al respecto es que en los países iberoamericanos el tránsito al pluralismo moral ha sido y está siendo una realidad, porque una gran parte de grupos acoge como suya esa fórmula que consiste en reconocer que los máximos de vida buena comparten unos mínimos de justicia, que se expresan en una ética cívica común. Ética mínima y éticas de máximos han de trabajar codo a codo para encarnar los valores compartidos, conscientes de que no se trata de juegos de suma cero, sino de suma positiva. Con el trabajo común ganan los seres humanos, los seres vivos y la naturaleza (Cortina, 1986; 2001; De la Torre, 2011). De la relación entre ética mínima y éticas de máximos me he ocupado especialmente en otro lugar (Cortina, 2001, 142-144).
La ética cívica se plasma en el ámbito del que se ocupa la bioética como una bioética cívica, que contiene los principios y valores de justicia compartidos por las éticas de máximos en relación con los problemas que afectan a la vida y su calidad.
Ciertamente, la ética cívica se expresa en los ámbitos de la vida social que componen las distintas éticas aplicadas, y una de ellas es la bioética.
Las éticas aplicadas surgen en los sesenta y setenta del siglo XX como una nueva forma de saber, diferente de la moral de la vida cotidiana y de las teorías éticas filosóficas (Bayertz, 2003; Cortina, 2003). Las tres primeras son la ética del desarrollo humano, la ética económica y empresarial y la bioética, pero se van ampliando a los demás ámbitos de la vida social. Ciudadanos, expertos en cada campo, filósofos, instituciones políticas preocupadas por dar respuestas trabajan conjuntamente desde la interdisciplinariedad. Es un movimiento que surge desde las bases sociales por la necesidad sentida de remoralizar la vida compartida, encontrando orientaciones para los distintos ámbitos, y por la necesidad de plasmar la moral en la vida de las personas y de las instituciones. Puesto que no hay Parlamentos que legislen en cuestiones éticas ni iglesias cuyos mensajes comparte toda la ciudadanía, es el trabajo conjunto de expertos y ciudadanos el que ha de llevar a descubrir los mínimos compartidos y a plasmarlos.
Estas éticas conforman un nuevo saber porque son interdisciplinares; no constituyen la aplicación de una teoría ética, sino que tratan de resolver los problemas recurriendo a las teorías que mejor ayuden a hacerlo; el trabajo se realiza en los despachos académicos, pero también en comités y comisiones, creados por instituciones políticas o de la sociedad civil2; los resultados de los debates no se dan a conocer sólo a través de libros y artículos académicos, sino también mediante documentos oficiales y códigos orientadores de la acción.
Es una lástima que las éticas aplicadas trabajen de espaldas unas a otras, cuando en realidad comparten unos principios éticos básicos, y cuando cada una descubre a destiempo lo que otras habían descubierto años antes. Es urgente que trabajen conjuntamente ante los problemas comunes, en vez de seguir trabajando en paralelo. Ésta es la propuesta que hice en el XXX Congreso de Ética del Desarrollo en S. José de Costa Rica, en el I Congreso Iberoamericano de Éticas aplicadas en Santiago de Chile (noviembre, 2015) y en distintos textos (Cortina, 2011b).
La bioética es la expresión de la ética cívica ante los problemas de la vida, y a comienzos del siglo XXI alcanza el nivel global, que se propuso desde sus orígenes. De forma que, a mi juicio, se estructura en tres niveles, estrechamente vinculados entre sí, que reclaman la colaboración con otras éticas aplicadas:
La bioética del siglo XXI tiene que ser, pues, global y proactiva, capaz de abordar los nuevos retos globales, que afectan a cuestiones mundiales de justicia y a desafíos como el biomejoramiento con fármacos, chips o intervenciones, la eugenesia liberal, las posibilidades de prolongación de la vida o las propuestas del transhumanismo (Cortina, 2011, 2012)5. Pero ha de ser a la vez bioética de la vida cotidiana, que se cuida de los vulnerables en la vida corriente, humanizando las relaciones entre los seres humanos y las relaciones con la naturaleza.
Sin duda cada vez disponemos de más medios para construir un mundo más humano, gracias al progreso científico y al avance tecnológico, y esa constatación abre caminos de esperanza. Pero ¿gestionará esos medios una razón instrumental o lo hará una razón práctica?
La razón instrumental convierte los avances científicos y tecnológicos en medios para el bien de algunos individuos y de algunos grupos, lo convierte todo en mercancía al servicio de los intereses de los poderosos, sin atender a todos los afectados por las consecuencias de las decisiones. La razón instrumental puede llegar a convertir a la ciencia y la técnica en ideología, como ya denunciaron el siglo pasado Marcuse y Habermas, en vez de ponerlas al servicio de los vulnerables (Habermas, 1984).
Afortunadamente, los seres humanos no sólo somos maximizadores del interés individual y grupal, sino que estamos preparados biológicamente para cuidar (Boff, 2012; Churchland, 2012, Cortina, 2013), cooperar (Axelrod y Hamilton, 1984) y sacrificar energías que podría invertir en su propia adaptación para emplearlas en la adaptación de otros (Hauser, 2008). Es capaz de proteger a los seres vulnerables, que no son sólo las personas, sino también la tierra y los animales. Y esto lo dicen no sólo diferentes tradiciones filosóficas y religiosas, sino también las ciencias que estudian las bases biológicas de la conducta moral (Cortina, 2011, 2012 y 2013; Amor, 2015).
Por eso es necesario practicar la crítica de la ideología a la que conduce la razón instrumental y poner en manos de la razón práctica el uso de los avances y conocimientos, pero de una razón práctica que hunde sus raíces en la capacidad de cuidar, cooperar y trabajar por otros, capaz de apreciar a los seres que valen por sí mismos y de comprometerse con ellos.
Es verdad que la bioética no puede despreciar ninguna teoría ética, porque las éticas aplicadas recurren a las que sean necesarias en los contextos concretos para resolver los problemas, pero el marco ético desde el que se decide en los casos concretos debería ser el de una razón práctica dialógica y cordial. Ante la pregunta “¿por qué debo?”, que es la cuestión del fundamento, un análisis pragmático-universal o pragmático-trascendental de las acciones comunicativas muestra que la razón humana no es monológica, sino dialógica, que sabemos qué podemos conocer y cómo debemos obrar a través de diálogos en los que nos reconocemos como interlocutores válidos. La trama de las sociedades no está constituida por individuos aislados, sino por esa intersubjetividad ya existente, que se plasma en las redes del lenguaje. Es el reconocimiento recíproco el que nos constituye como personas. El núcleo real de la vida social no es el individuo, sino personas en relación mutua.
Por eso el método de la bioética es cada vez más la deliberación. Pero también por eso el procedimiento para descubrir qué normas son justas, cómo estructurar las instituciones para que se adecuen a las exigencias de justicia es el diálogo entre los afectados por ellas. Un diálogo que no puede excluir a ninguno de ellos y que llegará a decisiones justas si intenta satisfacer intereses universalizables, no si juega al interés particular de la racionalidad instrumental.
Pero para poder descubrir lo justo esa razón dialógica no puede ser una mera razón formal, sin sangre en las venas. Sin pasión por la justicia, sin indignación ante las injusticias, sin compasión por los vulnerables jamás los diálogos se celebrarán en serio, jamás se esforzarán por descubrir cómo poner los medios al servicio de todos los seres humanos, teniendo especialmente en cuenta a los más débiles, y respetando la naturaleza.
Es verdad que una razón dialógica es la que va enmarcando, con grandes deficiencias, las actuaciones de los comités y comisiones de bioética, en el nivel local y global, y lo irá haciendo cada vez más porque lo exigirá una ciudadanía madura. Es verdad que todo ello va conformando una conciencia moral social, que no es sólo nacional, sino transnacional, que va pretendiendo obligatoriedad moral en los distintos países y, a la vez, influyendo en la forja de las conciencias personales. Este diálogo hoy se abre a un mundo global. Pero esa razón dialógica debe ser cada vez más una razón cordial, porque la justicia se conoce no sólo por la razón, sino también por el corazón.
1 Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico FFI2013-47136-C2-1-P, financiado por el
Ministerio de Economía y Competitividad, y en las actividades del grupo de investigación de excelencia PROMETEO/2009/085 de la Generalitat Valenciana.
2 Ejemplo de ello serían los comités de bioética internacionales, nacionales, autonómicos, comités asistenciales, comités de ética de
la investigación clínica, comités universitarios de ética y un largo etcétera. Ver Martínez, 2003; Terribas, 2011.
3 Ver para estas dimensiones: Gafo, 1999a; Goulet, 1965, 1999; Nagel, 2005; Crocker, 2008; Cortina, 2001.
4 Para los distintos aspectos de la mesobioética ver Conill, 2004, III; Gafo, 1999b; Simón, 2003; García-Marzá, 2004; Cortina, 2001.
5 Para un excelente tratamiento de los problemas a los que debe hacer frente la bioética en este nuevo siglo ver Romeo, 2011.