Resulta sumamente complejo poder anticipar los problemas de orden bioético que se deberán afrontar durante este siglo. El desarrollo vertiginoso de las biotecnologías y las transformaciones de orden axiológico y social que experimenta el mundo hacen verdaderamente difícil articular una prospectiva con mínimas garantías de éxito.
Los padres fundadores del diálogo bioético tampoco podían imaginar, cuando empezaron a reunirse para identificar problemas y posibles líneas de solución y se crearon los primeros comités de ética asistencial y los primeros institutos de bioética del mundo, cuáles serían los dilemas que, en la actualidad, ocuparían la centralidad de la bioética fundamental y clínica. Una vez más, la realidad ha superado la imaginación ética.
En este sentido, lo más cauto y prudente, sería modificar el título de este artículo o, cuanto menos, avisar al lector de que se trata de un esquema o más bien de un esbozo de los escenarios de futuro que, en la actualidad, podemos vislumbrar. Sin embargo, la realidad supera la ficción y en el terreno de la bioética emergen problemas y situaciones dilemáticas que jamás se habían preludiado con anterioridad, pero que exigen una respuesta razonable, debidamente argumentada y sentada sobre criterios sólidos.
Nos hallamos frente a un problema nuevo respecto al momento fundacional: el equívoco que atesora la palabra bioética en el presente. No se trata de cifrar las múltiples definiciones que se han elaborado desde la década de los setenta del siglo XX hasta el momento presente, pero sí constatar que el vocablo se ha convertido en un significante problemático, incluso ambiguo, lo cual todavía hace más difícil la tarea de identificar los grandes desafíos de futuro.
Lo que al principio fue un diálogo interdisciplinario entre científicos y teólogos, se ha convertido, con el tiempo, en una disciplina, en una materia opcional en programas universitarios, en una ética aplicada o en un tratado para exponer, pero la bioética, como subraya Francesc Abel, es, ante todo, un diálogo interdisciplinario que tiene como finalidad esclarecer los problemas y hallar soluciones viables y razonables a los problemas de gestión y de administración de la vida en todas sus distintas formas y fases de desarrollo1.
Desde los años setenta del siglo pasado, se han multiplicado exponencialmente las ramas de la denominada ética aplicada (applied ethics), de tal modo que algunas cuestiones que originariamente formaban parte del diálogo bioético en un sentido amplio, son objeto de estudio especializado dentro de otros recipientes de saber. No cabe duda que, en la actualidad, es muy difícil dibujar las fronteras disciplinares y aclarar los campos competenciales del diálogo bioético. Debates de ética clínica se ubican dentro del campo de la bioética, pero también los que atañen al cuidado de los animales y las plantas, a la sensibilidad ecoética, a la cultura del agua, a la distribución de los recursos energéticos globales y el crecimiento demográfico.
Más allá de las denominaciones (ecoética, tecnoética, ética de la biotecnología, ética ambiental, geoética…), cualquier debate ético que tenga como epicentro la vida en cualquiera de sus formas, puede considerarse, en pleno sentido, de un debate de naturaleza bioética.
Partiendo de esta idea tan amplia que vincula el concepto de bioética con el significado que adquirió este término al principio, presentamos, a continuación, algunos focos temáticos, a modo de esquema, que incluyen tanto aspectos globales como locales, asistenciales como ecológicos, pero que tienen todos ellos como foco de reflexión el cuidado, la gestión y la administración de la vida, en cualquiera de sus formas, desde la vida unicelular hasta la complejidad inherente de la vida humana.
Se impone la necesidad de articular una bioética social de carácter global que trascienda los debates internos de los países más desarrollados del planeta y que tenga como objeto formal de reflexión el desarrollo de una vida digna sobre el planeta, más allá de las fronteras entre norte y sur y las pertinencias nacionales.
La reflexión sobre gestión de la vida humana y no humana en el conjunto del planeta debe ser el punto de reflexión de la bioética global y, precisamente, por ello, debe tener un acento inevitablemente social. Desde este punto de vista, reivindicamos, dentro del campo de la bioética, áreas del saber que en los últimos años han quedado desplazadas en marginalidad, porque se han focalizado los temas en el ámbito clínico asistencial y se han centrado los debates en el uso y manejo de las nuevas biotecnologías, lo cual es un debate de países del denominado primer mundo, pero no un debate bioético global.
La calidad de vida (quality of life) de una gran parte de la humanidad que se halla en condiciones de extrema vulnerabilidad económica y social como consecuencia de una mala distribución de los recursos alimentarios y energéticos que hay en el planeta es el primer gran desafío que debe abordar una bioética social de carácter global.
Uno de los aspectos más claros de la bioética social de carácter global es su pragmatismo, esto es, la capacidad para articular propuestas que sean efectivas y aplicables tanto por parte de las organizaciones como de los profesionales. La distribución justa de los recursos es esencial para garantizar el desarrollo y el crecimiento efectivo de miles de seres humanos y su mínima calidad de existencia
A pesar de las campañas de sensibilización y del meritorio trabajo de organizaciones no gubernamentales, las soluciones presentadas hasta el presente han resultado ser insuficientes para cruzar el abismo entre los dos mundos, para garantizar a todo ser humano una vida digna. He ahí un desafío de primer orden en la bioética del futuro, un desafío donde existe consenso en la comunidad internacional y que requiere, por parte de los teóricos, propuestas que sean aplicables y que puedan suscitar un cambio estructural en la dinámica de los últimos lustros.
El agua es un bien absolutamente imprescindible para el desarrollo físico de la vida humana. Cabe recordar que prácticamente el ochenta por ciento del cuerpo humano está constituido por H2O, lo que significa que es un bien necesario para poder existir y permanecer.
Es un sarcasmo que en el planeta denominado azul todavía haya millones de seres humanos que no tengan acceso a este bien fundamental y que mueran por causa de ello. Es una ironía que, a pesar del vertiginoso desarrollo de la ingeniería y de la tecnología en tantos campos, no se haya garantizado un sistema de abastecimiento universal para todos los seres humanos.
La ética de la gestión del agua es parte integrante de la bioética. Aunque el agua no es un ser vivo, es la condición de posibilidad de la vida y de la vida humana en particular, por lo tanto, la reflexión ética sobre la distribución justa de la misma y el abastecimiento es fundamental, así como la limitación de su uso. Todo apunta a que el agua será uno de los grandes focos de debate de la bioética, máxime si se produce, como anticipan algunos expertos, un problema de escasez de agua en el futuro y se requiera una distribución justa y equitativa de la misma.
Uno de los temas que va ocupar el centro del debate bioético o ecoético en el futuro inmediato será la gestión de la naturaleza considerada como un todo.
El paradigma moderno que ha regulado el vínculo entre el ser humano y el conjunto de la naturaleza ha conducido al colapso. La visión puramente instrumental del conjunto de la naturaleza, entendida como materia extensa, o como reserva energética indefinida, fruto del proceso de desacralización de la misma y desmitificación del mundo, ha tenido como consecuencia la crisis ecológica global que no sólo tiene consecuencias dramáticas para los países más industrializados del planeta, sino para todos, también para quienes jamás participaron de este paradigma de comprensión, porque los efectos son globales en un mundo interdependiente como el nuestro.
El debate ecoético, omnipresente desde la década de los setenta del siglo XX, seguirá siendo uno de los focos problemáticos más difíciles de dilucidar, pues, el cambio de paradigma exige un cambio de actitud frente a la naturaleza, pero también un nuevo modo de producción y de consumo. Mantener los niveles de calidad de vida, de comodidad y de confort tecnológico y, además, articular una relación sostenible con el conjunto de la naturaleza no es un binomio fácil de mantener, pero resultará esencial hallar fórmulas sostenibles para todos.
Los efectos de la crisis ecológica no sólo tienen consecuencias para las generaciones presentes, sino también para las futuras, lo cual nos exige una ética y una política de la responsabilidad2.
Uno de los debates subsidiarios de la ecoética y que, en los últimos años, ha adquirido un gran eco mediático y también político, es el de los supuestos derechos de los seres no humanos. No nos referimos sólo a un determinado subconjunto de mamíferos, sino al debate total que incluye también la posibilidad de extender los derechos más allá del reino de los mamíferos y de los animales. Este debate, de gran calado antropológico, ético y jurídico, puede hacer tambalear los cimientos de lo que antaño se llamó derecho natural y la misma noción de sujeto de derecho.
La creciente sensibilidad social a favor de la defensa de los animales, las propuestas de los grupos animalistas que, desde distintos altavoces, reclaman respeto y dignidad para los animales, han propiciado un debate que no ha hecho más empezar respecto las fronteras del derecho, los límites de la condición humana.
En el caso que se reconozcan derechos a los seres no humanos desde un punto de vista jurídico, ello tendrá consecuencias importantes en el manejo, en la explotación y en el sacrificio de animales; por lo tanto, en el campo de la industria ganadera que tiene un peso muy relevante en el conjunto del planeta.
El desarrollo exponencial de la robótica, de la nanotecnología, de la inteligencia artificial genera nuevos interrogantes en torno a las fronteras entre lo humano y lo técnico. Las líneas divisorias han dejado de ser claras y se convierten en trazos borrosos. Existen teóricos que defienden que la distinción entre lo humano y el artefacto es puramente gradual o cuantitativa, funcional u operacional, mientras que otros autores defienden la tesis que existe una diferencia cualitativa y sustancial entre el ser humano y cualquier artefacto.
La existencia de artefactos capaces de desarrollar funciones humanas con más precisión y velocidad suscita un amplio debate. La fabricación de máquinas con capacidad para sentir placer y dolor y para pensar, plantea también dudas respecto a si se deben extender los derechos, a estos artefactos inteligentes que trascienden las propiedades humanas.
La colonización tecnológica del mundo de la vida es ya un hecho en las sociedades más desarrolladas del planeta y plantea nuevos interrogantes sobre la alteración que conlleva la presencia del factor técnico en la vida cotidiana de las personas, sobre los efectos que tiene tanto en el plano positivo como negativo.
Uno de los debates bioéticos de futuro en los países más desarrollados del mundo será el de la administración pública de los cuidados a las personas mayores dependientes. ¿Quién va a cuidar de esta gran población? ¿Cómo se van a sufragar los costes? ¿Dónde van a tener lugar estos cuidados?
Todas las prospectivas demográficas indican que la población europea está envejeciendo a pasos agigantados, con lo cual se presume que en los próximos lustros se contará con una gran masa de población anciana y dependiente que va a requerir cuidados de todo tipo.
La reflexión ética sobre el cuidar, sobre la responsabilidad pública en el ejercicio del cuidar en un marco de profundas transformaciones de los roles intrafamiliares y del sistema axiológico vigente plantea dudas muy fundadas sobre cómo hacer posible y viable económicamente el ejercicio público de este cuidado.
La ética gerontológica, que forma parte de la bioética en la medida en que su campo de reflexión es la vida en la etapa de la ancianidad, será un gran campo de futuro dentro de la bioética, pues se deberán buscar formas de resolución de este enorme problema para reconstruir el necesario pacto tácito intergeneracional.
El aumento de la longevidad y de la calidad de vida de las personas es, sin lugar a dudas, un síntoma de progreso, pero como consecuencia de ello, también crece el número de personas ancianas dependientes tanto desde un punto de vista físico como psíquico. El cuidado de dichas personas plantea un coste social, económico y emocional que debe poderse desarrollar dignamente, pero que difícilmente podrá asumir el Estado social si no cambian las prioridades de los gobernantes a la hora de distribuir los recursos o aumenta significativamente el número de trabajadores de aportan riqueza económica a la sociedad.
Los teóricos del transhumanismo consideran que la introducción de las nuevas biotecnologías en el seno de la condición humana representa una significativa mejora de la calidad de vida de las personas y el nacimiento de una sociedad nueva, la emergencia de un nuevo tipo de seres que ya no podrán denominarse, en sentido estricto, humanos, sino más bien, posthumanos.
Se parte de un supuesto: el poder tecnológico es de tal magnitud, ha adquirido tal nivel de desarrollo que no sólo puede transformar el entorno natural más allá de límites insospechados, sino que, además, tiene la capacidad de transformar tan enteramente la naturaleza humana que ésta adquiera unas capacidades y tenga unas posibilidades jamás conocidas en la historia hasta el presente.
Todo el planteamiento se nutre de una concepción ilimitada del poder de las biotecnologías, de su capacidad para superar los márgenes y las privaciones de la condición humana, pero también para generar entidades, híbridos, singularidades enteramente nuevas en el conjunto del universo.
El debate, más allá de las miradas extremas, contiene una gran seriedad y posee un profundo calado filosófico, pues está en juego, la misma idea de naturaleza humana y los límites de la finitud3. La tecnología no sólo ha transformado los modos de producción y de consumo, de distribución y de información, sino la misma naturaleza de las realidades físicas y la misma condición humana.
Es un debate filosófico que tiene como objetivo precisar las fronteras entre lo que es legítimo e ilegítimo, lo que se puede hacer con la tecnología y lo que, en ningún caso, se puede hacer. Pertenece, en sentido estricto, a la filosofía práctica o ética y, particularmente, a la ética de la tecnología o tecnoética.
Lo que está latente en este debate no sólo es el papel de la tecnología en nuestro mundo, sino la misma identidad de la persona humana y el horizonte de futuro colectivo. El posthumanismo se presenta, solapadamente, como una nueva utopía después del declive de las últimas utopías sociales y políticas que no tiene su epicentro en la revolución obrera, tampoco en el movimiento colectivo, sino en el poder tecnológico.
El gran relato del posthumanismo apunta hacia una sociedad ideal, liberada de las privaciones y de las servidumbres de la finitud humana, una especie de reino de los cielos inmanente forjado a partir de las tecnologías de la vida, de las nanotecnologías, de las tecnologías de la información y de la comunicación, todo ello combinado con la robótica y con la inteligencia artificial
Muchos seres humanos, gracias a la presencia de artefactos tecnológicos incrustados en su naturaleza, mejoran significativamente su calidad de vida. Esto es un dato incuestionable a nivel científico. Gracias a estos sofisticados artilugios, pueden desarrollar funciones que, por causa de alguna patología, no pueden desenvolver, superan alguna privación o carencia congénita que les limita gravemente.
No cabe duda que esta posibilidad sólo puede ser valorada positivamente desde un punto de vista ético, siempre y cuando este tipo de intervenciones no sea exclusiva para una determinada élite social y cuando tales transformaciones no perjudiquen a la persona.
Este tipo de injerencias tecnológicas en el ser más íntimo de las personas les capacita para desarrollar funciones, tareas y capacidades que jamás podrían desarrollar por sus propios medios naturales. Basta con pensar en objetos tan habituales en la vida cotidiana como las gafas, las válvulas, los trasplantes de órganos, las prótesis y otras muchas incorporaciones tecnológicas en el cuerpo humano.
La biotecnología no sólo nos capacita para corregir disfunciones, salvar privaciones, curar patologías, sanar enfermedades; también otorga nuevos poderes, mejora nuestras capacidades, ensancha nuestras posibilidades naturales, nos hace hábiles para alcanzar retos que, en estado puro, sería imposible. Ahí está, de hecho, el quid de la cuestión, el meollo del debate.
El debate tiene lugar cuando estas introducciones no solamente alteran la funcionalidad del ser humano, sino su misma esencia, su naturaleza más íntima. Ello presupone una idea compartida de la naturaleza o de la esencia humana, lo cual es, realmente inexistente en el plano filosófico. Algunos consideran que este tipo de introducciones vulneran la naturaleza humana; otros, en cambio, piensan que estas transformaciones no cambian lo sustantivo de nuestra esencia.
El debate posee calado antropológico, pues sólo si se desvela lo que es la naturaleza humana o, cuanto menos, lo que está latente en los interlocutores cuando se refieren a la naturaleza humana, puede aclararse algo del debate en cuestión. Si un ser humano, gracias a la injerencia de lo tecnológico, puede desarrollar funciones muy superiores a las que cualquier ser humano en condiciones normales puede desenvolver, este tipo resultante, ¿puede considerarse un ser humano? Si no es un ser humano, entonces, ¿Cómo debemos llamar a un ser que posee facultades extraordinarias gracias la colonización tecnológica de su cuerpo, de su cerebro o de su sistema motor?
El transhumanismo abre la posibilidad a distinguir colectivos humanos no en virtud de su etnia, poder económico, ubicación social o creencias religiosas, sino a partir de la injerencia del factor tecnológico, lo cual, en el caso de llegar a ser una realidad social, podría generar graves discriminaciones e injusticias. De ahí la necesidad de regular, jurídicamente, esta situación pensando en el interés general y, especialmente, respetando el principio de justicia. Esta regulación no sólo debe tener un alcance nacional o europeo, sino que debería tener una dimensión global o transnacional dada la magnitud del problema.
Nadie puede olvidar el trasfondo económico y comercial de este debate y los intereses de las grandes corporaciones por promover este tipo de ofertas, pues muy probablemente tendrían un gran nicho de mercado en los estamentos más pudientes de la sociedad.
Las nuevas tecnologías no sólo introducen cambios en la exterioridad, sino también en la interioridad de la persona. La distinción entre interioridad y exterioridad está presente en grandes filósofos occidentales (san Agustín, Teilhard de Chardin, Edith Stein, para poner sólo tres ejemplos). Cuando nos referimos a la exterioridad, aludimos a esa dimensión de la persona de carácter material, que opone resistencia, que puede percibirse a través de los sentidos externos. Se corresponde con la corporeidad, con la imagen pública, con la indumentaria.
Cuando nos referimos a la interioridad evocamos todas esas facultades y elementos que forman parte inherente de la persona, pero que no percibimos a través de los sentidos externos. Nos referimos a los que los filósofos medievales denominaron las facultades del alma, como la imaginación, la inteligencia, la memoria, la voluntad, las emociones, los sueños; todo ese mundo intangible que forma parte sustancial de nuestra identidad.
El desarrollo de la cirugía estética, de los implantes, de la microcirugía, permite alterar, significativamente, la exterioridad del ser humano, esto es su corporeidad, su imagen pública, su apariencia, pero las biotecnologías pueden modificar elementos propios de nuestra interioridad, de lo intangible que hay en cada ser humano, su forma de recordar, pero también el contenido de sus recuerdos, pueden alterar su facultad de imaginar, de proyectar, de calcular, de analizar, en definitiva, todo el centro de operaciones mentales propias del yo reflexivo.
Si la tecnología produce un cambio en la exterioridad y también en la interioridad de todo ser humano, la identidad de este se ve completamente afectada, de tal modo que emerge un nuevo yo en un nuevo cuerpo, con una nueva memoria y un nuevo proyecto vital, en definitiva, una entidad que ya no representa una continuidad con la anterior, sino un cambio sustantivo.
Este debate merece mucha atención, porque no solamente está en juego la calidad de vida, sino la misma esencia de la condición humana. No somos seres acabados; somos seres en transición, en camino, llamados a devenir lo que todavía no somos, pero sería un error creer que la tecnología, por sofisticada que sea, puede vencer la finitud, la vulnerabilidad, esto es, la condición mortal de la persona humana.
En el trasfondo del posthumanismo late esta tesis: la finitud puede ser, definitivamente, superada a través de la sofisticación tecnológica. Cuando decimos finitud, nos referimos a la idea de un ser limitado, con fronteras. Es evidente que, gracias al desarrollo de inteligencia y de la tecnología, se pueden superar barreras, límites que, en tiempos pasados, parecían imposibles de vencer, pero partimos de una afirmación muy común en la antropología filosófica contemporánea: la finitud es un rasgo esencial del ente humano.
Existe una constelación de conceptos filosóficos, articulados a lo largo del siglo XX, que se refieren a este rasgo esencial de nuestra condición: la labilidad (Paul Ricoeur), la vulnerabilidad (Emmanuel Levinas), la finitud (Karl Jaspers), la indigencia (Martin Heidegger), la mendicidad (María Zambrano), el ser carencial (Gabriel Marcel) o la noción de ser fronterizo (Eugenio Trías).
Aunque no evocan, exactamente, el mismo significado, todos ellos tienen, para decirlo con Ludwig Wittgenstein, un aire de familia, y se refieren a la idea de un ser frágil y desamparado, dependiente y heterónomo. Esta antropología filosófica está a las antípodas de la que está latente en el posthumanismo, donde el ser humano, es capaz de vencer su condición ontológica a través de la tecnología y devenir algo completamente distinto, cualitativamente diferente. Esta es la fe o la creencia fundamental, no probada, sobre la que se erige el posthumanismo y el pilar de su utopía futurista. El ser humano se erige, de este modo, en el artífice de una evolución regulada por la inteligencia y ejecutada a través de las biotecnologías.
Se puede cruzar el límite y situar la frontera en otro plano, pero sigue habiendo una frontera, un límite. A nuestro juicio, el límite de la finitud es insuperable porque forma parte consubstancial del ser humano. La finitud se expresa de múltiples modos: a través de la enfermedad, del fracaso, del dolor, de la angustia, de la culpa, de ignorancia, de la impotencia, del desamparo y por supuesto, a través de la muerte, que es la máxima expresión de nuestra finitud.
En términos generales, los principales críticos del posthumanismo y del transhumanismo consideran esencial mantener un debate interdisciplinario permanente sobre las relaciones entre lo natural, lo social y lo humano, pues estos movimientos significan la transformación de esas relaciones como las hemos entendido hasta el día de hoy, lo cual significa que, en ningún caso, es válido un acercamiento frívolo.
El último debate que tendrá que afrontar la bioética y el bioderecho en el futuro inminente no sólo está en el modo de activar las potencialidades inherentes al ser humano, sino en crear nuevas potencialidades con la intervención de biotecnologías, capacidades que no están en la naturaleza humana en cuanto tal.
¿Podemos mejorar a nuestros futuros hijos antes de nacer? ¿Podemos modificarles genéticamente a través de las biotecnologías para que tengan unas cualidades que jamás tendrían si respetamos su genotipo?
Nos referimos a la cuestión de la eugenesia liberal. En este debate está latente la discusión sobre la noción de filiación, de paternidad, de maternidad, pero también está inoculada una temática enormemente compleja desde el punto de vista bioético que es el del estatuto ético y jurídico del nasciturus.
Respecto a este punto, compartimos las tesis de Jürgen Habermas. Según el autor de la Teoría de la acción comunicativa (1981), la eugenesia liberal es una práctica que tiende a difuminar las fronteras entre personas y cosas, pues el día que los padres consideren su descendencia como un producto moldeable para el que elaborar un diseño acorde a su parecer, ejercerían sobre sus criaturas manipuladas genéticamente una forma de disposición que afectaría a los fundamentos somáticos de la autorrelación espontánea y de la libertad ética de otra persona, disposición que hasta ahora sólo parecía permitido tener sobre cosas, no sobre personas4.
1Cf. Abel, F. (2001). Bioética: orígenes, presente y futuro. Barcelona: IBB-Fundación Mapfre.
2Cf. Jonas, H. (1995). El principio de responsabilidad. Barcelona: Paidós.
3Cf. Ballesteros, J. y Fernández, E. (Coords.). (2007). Bioética y posthumanismo. Pamplona: Thomson-Aranzadi; López,
E. y Enrique, J. (2008). Posthumanismo, materialismo y subjetividad. Política y sociedad, 45 (3) 123-137.
4Cf. Habermas, J. (2002). El futuro de la naturaleza humana. Barcelona: Paidós, 25.