El libro recientemente publicado bajo la dirección de Rafael Dal-Ré et al. (Dal-Ré et al., 2013), Luces y sombras de la investigación clínica, es el acta de los éxitos y fracasos de la actual regulación y práctica de la investigación biomédica. Analiza sus luces y sus sombras en el momento crucial en que se cierra una etapa, quizá una era, y aparece por el horizonte, aún imprecisa, otra. Hoy resultan evidentes los límites y las debilidades del actual sistema de regulación y control de la investigación biomédica, aquel que vio la luz en los años setenta del pasado siglo y que desde entonces no ha hecho más que crecer, hasta llegar a ese punto en el que su propio crecimiento acaba amenazando los objetivos por los que hubo de surgir. Y es que en este campo, como en cualquier otro, los crecimientos excesivos acaban teniendo consecuencias paradójicas. No hay nada que, llevado a su extremo, no acabe volviéndose contra su propia razón de ser. Y en la investigación biomédica hay razones para pensar que podría estar sucediendo algo de esto. Si el citado libro quiere analizar algo, es precisamente ese curioso fenómeno, que por sorprendente precisa de alguna mayor y mejor explicación.
Las relaciones entre práctica clínica e investigación clínica han sido siempre conflictivas y difíciles. El clínico no ha visto con buenos ojos al investigador. Esto explica algo tan llamativo como que durante siglos, incluso más, durante milenios, la investigación clínica sufriera el interdicto de la medicina. Esa es la explicación del nulo o casi nulo progreso científico y clínico durante todo ese dilatadísimo periodo de tiempo. La ética médica estuvo regida por el llamado principio de “beneficencia”, que obligaba al médico a buscar en su actuación todo y solo el beneficio del paciente, sin atender a ningún otro motivo. Y como la investigación biomédica busca antes que nada aumentar el conocimiento, incluso con perjuicio del paciente, siempre se consideró éticamente injustificable. La obligación moral del médico es tratar al paciente como un padre trata a su hijo pequeño, buscando su máximo beneficio, incluso contra su voluntad. Todo para el paciente, pero sin el paciente. Tal fue la consigna que dominó toda la época del paternalismo.
Las cosas comenzaron a cambiar en los albores del siglo XX. Entonces fue cobrando fuerza la idea de que la investigación en seres humanos resultaba absolutamente necesaria, porque sin ella nunca podríamos saber con un mínimo de plausibilidad si una intervención o un producto eran eficaces y seguros, y si por tanto podían considerarse beneficiosos. Por otra parte, el progreso de la mentalidad liberal en los países occidentales, hizo pensar que las personas pueden someterse a riesgos, siempre y cuando estén bien informadas de ellos y los asuman libremente. Frente a la antigua ética de la beneficencia, pasó ahora a primer término la ética de la autonomía. De la era de la beneficencia se pasó a la de la autonomía. Autonomía de los sujetos en quienes se experimentaba, y autonomía también de los investigadores. Esto es lo que fue ganando cuerpo durante la primera mitad del siglo XX, en el periodo entre las dos guerras mundiales.
Cuando, recién acabada la última de esas guerras, saltaron a la prensa los experimentos llevados a cabo en los campos de concentración nazis, el mundo entero se echó las manos a la cabeza, no tanto por los experimentos en sí, cuanto porque no se había respetado la autonomía de las personas. Ese fue el gran escándalo, y para condenarlo se elaboró el Código de Nüremberg, considerado el primer código internacional regulatorio de la investigación biomédica. Hoy sabemos bien que ese código pasó inadvertido en los países occidentales, entre otras cosas porque en éstos el principio ético básico era el respeto de la autonomía, aquello, precisamente, que los nazis habían conculcado. Todos pensaron que el código de Nüremberg no iba con ellos, de modo que siguieron procediendo casi como antes.
Fue en los años sesenta, y sobre todo a comienzos de los setenta, cuando las cosas comenzaron a cambiar. Los escándalos que saltaron a las primeras páginas de los periódicos en esos años causaron espanto e indignación en buena parte de la ciudadanía. Los investigadores no habían sabido autocontrolarse, y en sus experimentos habían saltado barreras que nunca debieron cruzar. Entonces fue cuando se hizo célebre la expresión “conejillos de Indias” (Guinea pigs). El principio de autonomía no era suficiente. “Saber es poder”, y los científicos, precisamente porque sabían, gozaban de un gran poder capaz de ponerse al servicio de objetivos poco o nada correctos, como la ambición, la fama, el éxito, el dinero, la influencia política, etc. Lejos de estar “más allá del bien y del mal”, como en otros tiempos se pensó, ahora se veía que los científicos eran tan débiles como los demás seres humanos. No sólo no eran inmunes al pecado, sino que de hecho, y con más frecuencia de la deseable, habían pecado. Era preciso, pues, someterlos a un estricto control por parte de la sociedad. Frente a la antigua ética de la beneficencia y a la más moderna de la autonomía, era perentorio poner a punto otra que velara por el respeto de la no-maleficencia y la justicia. Y comenzó la era de las regulaciones.
Esta era se inició en la década de los años setenta del siglo XX y ha durado hasta nuestros días. Primero fue la Declaración de Helsinki, luego los trabajos de la National Commission norteamericana, y finalmente el desarrollo legislativo que ordenó y reguló el ejercicio de la investigación biomédica. De entonces acá, esa legislación no ha hecho más que aumentar, hasta el punto de que hoy constituye una selva casi inextricable. Tanto ha crecido, que el exceso de árboles acaba enmarañando y aun impidiendo la visión del bosque. Es un fenómeno inherente a todo proceso burocrático. La burocracia tiene una lógica propia no exenta de paradojas. Se hacen leyes y más leyes, con el intento de que unas aclaren y complementen a las otras. Pero como toda ley tiene sus propias ambigüedades, resulta que cuanto más se legisla mayor es la incertidumbre, y que cuando, como sucede actualmente, se busca acabar con todos esos puntos oscuros, se acaben generando nuevas leyes que, a su vez, crean nuevos problemas. Esa es la situación en que hoy nos encontramos. La “era de las regulaciones” comenzó en la década de los años setenta, y hoy, casi medio siglo después, no puede ocultar sus debilidades. Ha tenido indudables aciertos, de los que todos nos sentimos orgullosos. Gracias a ella ha pasado a la historia la vieja acusación de conejillos de Indias. Pero las leyes tienen sus limitaciones. Y hoy éstas se ven con más claridad que nunca antes. Tanto se ven, que están obligando a idear nuevas metas para el próximo futuro. Hay muchas razones para pensar que estamos al final de una etapa y al comienzo de otra. La era de las regulaciones ha resuelto algunos problemas, pero ha creado otros a los que hoy resulta preciso, perentorio, encontrar solución.
Me he abstenido hasta aquí de utilizar las palabras ética y bioética. Durante esa última fase de la investigación biomédica se ha usado y abusado de tales palabras. Así, a los Comités administrativos de aprobación de los protocolos se les ha denominado Comités de ética. En general, ha existido la tendencia a confundir la ética con el derecho, pensando que con el control administrativo bastaba. Pero ello no sólo no es así, sino que es precisamente en estas últimas décadas cuando se ha disparado el fraude. No estoy insinuando que haya una correlación directa entre producción legislativa y aumento del fraude. Pero sí afirmo que, cuando menos, la legislación no ha sido capaz de evitar, ni incluso de controlar, esta práctica tan dañina y preocupante.
No, las regulaciones son necesarias, pero desde luego no resultan suficientes para asegurar una investigación biomédica rigurosa y de calidad. En el científico son imprescindibles virtudes, o si no se quiere utilizar esa palabra tan añeja y desgastada, hábitos o estilos de vida presididos por el amor al trabajo, la veracidad, la sinceridad, la integridad y la honestidad, entre otros. Esto no lo pueden promover las leyes, que a lo más buscarán perseguir las conductas irregulares. Hoy sabemos bien que esa persecución es muy imperfecta y llega siempre tarde, a veces muy tarde, con años de retraso, cuando las consecuencias han sido ya muchas y a veces desastrosas. La ética no trata de eso, de sancionar, de castigar, sino de promover las buenas prácticas, de buscar la excelencia. No pretende sancionar las conductas incorrectas sino prevenirlas.
De ahí mi sospecha de que nos hallamos en un momento crucial, en el que la propia limitación inherente a la era de las regulaciones, exige ir más allá, en busca de otra en la cual se pueda prestar y se preste la atención que merece a la ética. La ética no trata de los derechos sino de los deberes. Algo que puede parecer muy similar, pero que no lo es. Entre otras cosas, porque habría que preguntarse qué es primero, si el derecho o el deber. ¿Tenemos derechos porque existen deberes, o viceversa? El deber es una experiencia humana primaria, en tanto que los derechos son construcciones muy ulteriores, que se hacen, precisamente, partiendo de los deberes. Dime qué deberes tienes y te diré qué derecho elaboras. Pero es que, aun en el caso de que esto no fuera así, daría lo mismo. Porque es evidente que si no hacemos las cosas por deber, intentaremos buscar siempre las vueltas al derecho o hurtar sus controles. El derecho siempre fallará y no podrá ocultar sus muchas deficiencias en una sociedad en la que las personas no actúen por deber.
Lo anterior puede considerarse muy abstracto, y probablemente lo es. Pero cabe concretarlo con algunos ejemplos relativos a la investigación biomédica. Valgan dos como muestra. Uno es el del consentimiento informado como requisito para tomar parte en una investigación clínica. Es del dominio común que las hojas de información de los protocolos son largas, muy largas, y por ello mismo poco legibles. Se dice que la media está en 7.000 palabras. Sucede con ellas como con las cláusulas que aparecen en letra pequeña en las pólizas de seguros o en los préstamos bancarios. Nadie las lee, y si las personas firman, lo hacen porque confían en quienes les ofertan esos productos, el agente de seguros, el director de la oficina bancaria o el investigador clínico. Y precisamente porque les une un cierto vínculo de afecto o de amistad con ellos, tienen reparo en contrariarles. Las más de las veces se firma en barbecho. Por supuesto, en las hojas de información de los ensayos clínicos se advierte de que, en el caso de negarse a tomar parte en la investigación, el profesional seguirá tratando al paciente como si nada hubiera sucedido. Eso es lo que dice el texto, ¿pero lo ve, lo siente así el paciente? Cuando menos, resulta dudoso. Y, sin embargo, nadie se ocupa de esto, que sí es relevante, y mucho, para la ética. ¿Por qué, entonces, hojas de información tan largas y tan complejas? Porque los promotores de los ensayos, como las compañías de seguros o los bancos, quieren curarse en salud y guardarse las espaldas ante posibles conflictos jurídicos. Esto es lo que ha obligado a acuñar, en el caso de la medicina clínica, la expresión “medicina defensiva”. ¿No cabría hablar, en igual sentido, de una “investigación defensiva”? ¿A quién protege ésta, al promotor, al investigador o al paciente? En el caso de la medicina defensiva, se ha llamado la atención mil veces sobre los perjuicios que para los pacientes tiene tal actitud, tan del gusto de los litigantes y de quienes les asesoran. Algo que en principio surgió para promover y proteger la autonomía de los pacientes, o de los sujetos en quienes se investiga, el consentimiento informado, resulta que acaba volviéndose contra ellos. Pues bien, algo similar cabe decir en el caso de la investigación clínica. Y surge la pregunta: ¿qué tiene que ver eso con la ética? ¿Por qué empeñarse en llamar a los comités administrativos que se ocupan de tales cuestiones comités de ética? ¿No consistiría esto último, la ética, en controlar o contrastar la calidad de la información real, en vez de en elaborar hojas de información que están escritas pensando más en el juez que en el ciudadano? La ética y el derecho no sólo son distintos, sino que a veces resultan contradictorios.
Segundo ejemplo. Es de sobra conocido que las personas que entran a formar parte de un ensayo clínico lo hacen, por lo general, esperando recibir un beneficio para su salud. Esto es las más de las veces incorrecto, y fomentarlo o no corregirlo resulta en principio inaceptable. Estamos ante lo que Appelbaum bautizó en 1982 con el nombre de therapeutic misconception, error terapéutico. Todo investigador sabe de la frecuencia con que se produce. Y sabe también que si supiéramos que el producto que se da a los pacientes fuera claramente mejor que el del grupo control, no sería permisible llevar a cabo la investigación, al no darse la clinical equipoise. Resulta, pues, que estamos permitiendo, cuando no fomentando, que los sujetos de investigación acepten participar en los ensayos por motivos que, en el caso de ser ciertos, harían irrelevante y hasta delictivo el estudio. Naturalmente, eso no aparece en el protocolo de investigación, pero sí se da en la práctica. La norma jurídica se encuentra inerme o casi inerme ante este fenómeno, que sin embargo tiene gran trascendencia ética y práctica. No, ética y derecho no se identifican, y quizá es ahora, tras cincuenta años de regulaciones, cuando vemos palmariamente claro que ha llegado el momento de iniciar una nueva etapa. Las regulaciones son necesarias, pero desde luego no suficientes.
Aún cabe ir más allá. El Instituto de Medicina de los Estados Unidos ha lanzado la consigna The Learning Healthcare System, el sistema integrado docente y asistencial. Se trata de que todo acto clínico debe verse a la vez como un acto docente y de investigación. Hoy existen medios para que no se pierda la información clínica y para que toda ella pueda utilizarse con fines de aprendizaje, y por tanto también de investigación. Estamos entrando en la era de los big data (Cukier, Mayer-Schönberger, 2012). Valga un ejemplo como muestra. El uso compasivo de los medicamentos, es decir, su utilización fuera de protocolo, exige cumplir con un conjunto de requisitos administrativos, entre los que no está el registro del resultado de su uso, de modo que tal información se pierde. Esto es incorrecto y no debería suceder. La información clínica, toda, es valiosísima, y necesita ser utilizada no sólo con fines asistenciales sino también de docentes y de investigación. Hoy esto empieza a ser posible, gracias a los sistemas informáticos y la creación de grandes, enormes bases de datos.
De lo que cabe concluir algo de la máxima importancia, y es que poco a poco han ido aproximándose las dos lógicas y las dos éticas que secularmente se consideraban contrapuestas, la propia de la práctica clínica y la específica de la investigación clínica. Hoy sabemos que comparten la misma lógica y también la misma ética. Eso es lo que ha cristalizado en el movimiento de “medicina basada en la evidencia”. De la antigua oposición vamos aproximándonos a la convergencia. Algo absolutamente nuevo, que a mi modo de ver aún no ha dado sus mejores resultados.
Y si todo acto clínico se ve como un acto de aprendizaje, y por tanto también de investigación, muchas cosas tendrán que cambiar. Una de ellas, ciertas regulaciones jurídicas. La práctica clínica está ya muy regulada, y además cuenta con una ética bastante madura. No parece, pues, que a los actos clínicos que además lo sean de investigación haya que someterles en principio a mayores regulaciones o controles, reservando la rigidez de la regulación administrativa de la investigación clínica para aquellos casos en los que exista gran riesgo o en los que así lo aconsejen otros factores muy relevantes. Al ampliarse el área de la investigación hasta superponerse con la práctica clínica, será preciso aminorar los controles administrativos, reservando estos para las situaciones de mayor riesgo o más graves desde cualquier punto de vista.
Tengo para mí que estamos en un momento crucial, en el que se hace preciso distinguir con rigor la ética de la investigación de las regulaciones administrativas. Un síntoma de esto lo constituyen los recientes Códigos de buenas prácticas científicas, o de buenas prácticas de la investigación. Si la regulación administrativa fuera suficiente, ¿para qué elaborar estos códigos? Y si resultan necesarios para promover la honestidad y la excelencia en el ejercicio de la investigación, ¿por qué el empeño en reducir la ética al primero de tales ámbitos?
El debate ecoético, omnipresente desde la década de los setenta del siglo XX, seguirá siendo uno de los focos problemáticos más difíciles de dilucidar, pues, el cambio de paradigma exige un cambio de actitud frente a la naturaleza, pero también un nuevo modo de producción y de consumo. Mantener los niveles de calidad de vida, de comodidad y de confort tecnológico y, además, articular una relación sostenible con el conjunto de la naturaleza no es un binomio fácil de mantener, pero resultará esencial hallar fórmulas sostenibles para todos.
Preguntas y más preguntas. Eso es lo que encontrará el lector en el libro que originó este comentario. No es mucho, pero desde luego sí lo esencial, si las preguntas estánbien formuladas. Porque sólo preguntas correctas permiten respuestas adecuadas. Eso es lo que llevó a uno de los máximos filósofos del siglo XX, Martin Heidegger, a ver en la pregunta “la devoción del pensamiento”.