El cuidado del criterio profesional autónomo

The care of independent professional judgment

El cuidado del criterio profesional autónomo

1. Introducción

Varias sociedades médicas de Europa y Norteamérica publicaron simultáneamente en las revistas Lancet y Annals of Internal Medicine en el año 2002 un documento en el que se afirma que en el mundo sanitario se están produciendo cambios promovidos por fuerzas políticas, de mercado y legales que amenazan los valores de la profesionalidad y tienden a hacer que el médico abandone la primacía del bienestar del paciente (Medical professionalism in the new millennium, 2002). La situación hoy no parece muy diferente. Por ejemplo, el poder de las organizaciones sanitarias ha ido creciendo y, si bien han adquirido un papel primordial en el acceso de las personas a sus servicios, sitúan a los médicos, entre otras cosas, ante la difícil tarea de hacer compatible el mejor interés del paciente con otros intereses, como la gestión de los recursos que les son confiados.

Pero, además, los propios pacientes plantean a veces solicitudes difíciles de atender. Por ejemplo, las prescripciones inducidas, es decir, aquellas propuestas por alguien diferente al médico que extiende la receta, representan según diferentes estudios realizados en lugares muy distintos, aproximadamente la mitad del total de prescripciones realizadas en atención primaria (Comité de Ética Asistencial del Área 6 de Atención Primaria del Servicio Madrileño de Salud, 2012). Lo más sorprendente es que de ellas, aproximadamente un tercio son finalmente realizadas por los médicos en desacuerdo con quien las induce, o sea, en contra de su propio criterio clínico (Robertson et al., 2001), (Rojas et al., 2008), (Florentinus et al., 2009), (Barceló Colomer et al., 2000). Por otro lado, en medicina el papel formativo de la tutoría es muy importante. Ahí el discente puede confundir la disciplina con la obediencia ciega, descargándose de su propia responsabilidad en la toma de decisiones. Para terminar, es de señalar que uno de los sucesos más oscuros de la historia de la medicina se remonta a la época del régimen nazi, cuando muchos médicos colaboraron de forma sistemática, organizada y mantenida en el tiempo con un orden social radicalmente injusto (Pellegrino, 1997), (López-Muñoz & Álamo, C, 2008).

Estas situaciones son solo un botón de muestra que da cuenta de las dificultades para construir y mantener un criterio profesional responsable y autónomo. Se trata de un valor indudable, que puede entrar en conflicto con otros valores, como preservar la relación clínica, llevar a cabo un uso racional de los recursos o, incluso, mantener el propio puesto de trabajo. Y no solo es un valor que puede entrar en conflicto con otros, además, es algo que no es fácil de plasmar en la práctica, pues requiere ciertas condiciones que hacen difícil su desarrollo. Por estas razones, se plantea este problema como una cuestión netamente bioética. Desde una perspectiva necesariamente muy amplia y, en cierto modo, esquemática, en este estudio se pone la atención en el valor del criterio profesional autónomo, con el fin de poder ponderarlo en su justa medida frente a otros valores y para proponer algunas vías para llevarlo a cabo en la práctica clínica diaria.

2. Criterio profesional autónomo y saber médico

La palabra “criterio” proviene del latín criterĭum, y este del griego kritḗrion, derivado de krínein “juzgar”. El criterio clínico, por tanto, alude al juicio clínico. Se supone que quien tiene criterio es alguien que sabe medicina y sabe practicarla, algo que será considerado aquí de forma genérica bajo la idea del “saber médico”. El cuidado del criterio profesional está, por tanto, íntimamente ligado al cuidado del saber médico. Éste consta de un saber teórico(por ejemplo, saber cómo se diagnostica una apendicitis), de un saber realizar ciertos procedimientos (por ejemplo, la palpación abdominal) y de un saber práctico (por ejemplo, tomar acertadamente la decisión de si es necesario realizar o no una intervención quirúrgica ante un paciente con dolor abdominal). Consiste, pues, en estar actualizado, entrenado y bien orientado a la hora de aplicar lo anterior en una situación concreta.

Por otro lado, el criterio será autónomo si es algo elaborado por uno mismo y ejercido con libertad. Si los conocimientos, habilidades y actitudes construyen el criterio, es lógico pensar que para que el criterio sea autónomo es imprescindible la formación personal. Pero además, será necesario saber asumir, defender y contrastar la propia posición frente a otras perspectivas y frente a la realidad. Lo contrario de un criterio profesional autónomo es sencillamente la falta de criterio, es decir, la ignorancia o aceptar la posición de otro sin someterla a crítica. De ahí que, para construir el propio criterio cualquier médico, además de estar actualizado y de estar entrenado, deba estar dispuesto a cuestionar y ponderar cualquier opinión ajena, ya venga de un compañero, un superior clínico o una autoridad administrativa.

3. Actitudes, hábitos y competencias, como formulación de los deberes profesionales

Los valores nos obligan, exigen su realización y, cuando aceptamos esa obligación, se convierten en deberes. Cuando hay un solo valor en juego todo el mundo sabe lo que debe hacer, pero no es raro que se produzca una contradicción entre lo que se debe hacer y lo que se hace. Es el conflicto del deber, que se produce ante la incapacidad de realizar de forma efectiva un valor. Sé que esto es importante, pero no sé o no puedo ponerlo en práctica. Pero puede ocurrir que varios valores importantes parezcan incompatibles entre sí. Se trata del conflicto de valores. Entonces habrá que buscar el curso de acción que mejor promueve los valores en conflicto o que, al menos, los lesiona en menor medida. Ese es nuestro deber (Gracia, 2013A). Los deberes profesionales se pueden formular o explicar aludiendo a actitudes, hábitos y competencias.

Las competencias son cursos de acción que consisten en un desempeño o forma de actuar que logra transformar un valor en un bien real y concreto. El término que alude a una forma de actuar globalmente competente es el de profesionalidad. Ésta se apoya en competencias diversas (técnicas, cognitivas, emocionales, sociales y morales) siendo, sin embargo, algo cualitativamente mayor que la suma de ellas. Las actitudes son disposiciones que permanecen en el tiempo, que se acreditan cuando se dan en tal o cual persona más que en tal o cual acción y que configuran el carácter (Etxeberría, 2013), pero también la relación clínica y la gestión de la práctica. Los hábitos son conductas que se repiten. Muchas de las denominadas habilidades profesionales no son sino hábitos laborales aprendidos y realizados correctamente. Hay hábitos que influyen fuertemente en el carácter y otros que se quedan en el terreno de las habilidades y actitudes psicomotrices y cognitivas. El hábito de realizar cirugías de alto riesgo va a influir en las actitudes que configuran el carácter. El hábito de ponerse unos guantes estériles tendrá, sin embargo, poca influencia en áreas profundas de la personalidad. Sin embargo, todos ellos son importantes para la salud de los pacientes. Así como hay hábitos profesionales adecuados e inadecuados para la salud del paciente.

Las actitudes construyen hábitos y los hábitos actitudes, de ahí que en su Ética a Nicómaco, Aristóteles afirme que hay “necesidad de efectuar cierta clase de actividades, pues los modos de ser siguen las correspondientes diferencias en estas actividades” (EN II 1103 20-25b) y, por tanto, “debemos examinar lo relativo a las acciones, cómo hay que realizarlas, pues ellas son las principales causas de la formación de los diversos modos de ser” (EN II 1103 30b). A su vez, determinados hábitos y actitudes contribuyen a configurar competencias profesionales. Trabajar sobre las actitudes y los hábitos es, por tanto, trabajar sobre las competencias.

4. La competencia de “cuidar” o del “cuidado”

El cuidado en las profesiones sanitarias ha pasado de ser un asunto propio de la enfermería a una “categoría clave”, que alude no solo al hecho de cuidar de algo, sino a una forma de estar. No se trata tanto de “aplicar el cuidado” como de “aplicarse en el cuidado”. Esto hace que nuestras limitaciones no sean planteadas como defectos o imperfecciones, sino como oportunidades; y hace que se eviten situaciones de negligencia, descuido y olvido de la responsabilidad (Domingo Moratalla, 2013). Para cuidar de la salud del paciente es necesario, a su vez, cuidar y tener a punto las competencias profesionales necesarias para ello.

Cuidar es un ejercicio de atención mantenida, de vigilancia en el que el cuerpo, la sensibilidad, la inteligencia y la voluntad permanecen activos. Aplicado a las competencias profesionales consiste en hacerlas surgir y crecer; se trata de construirlas y desarrollarlas activamente. Pero, además, es asegurarse de que no se deterioren, ni se pierdan. Para ello hay que estar pendientes de lo que las mejora y lo que las destruye, lo que las debilita o lo que las que fortalece. El cuidado es una competencia humana compleja, porque exige mantener una tensión creadora y un esfuerzo que se sobrepone a hostilidades, cansancio, hastío, a la pereza o a la rutina; y porque, asimismo, requiere saber encontrar la fuente de energía, de coraje, de creatividad necesaria para sacudir las fuerzas que inmovilizan. Algo nada fácil.

5. El cuidado del criterio profesional autónomo

El cuidado del propio criterio profesional y, por tanto, del propio saber médico, consiste en un compromiso con su adquisición, su transmisión y su ampliación. Para ello es necesario estar actualizado en el paciente en concreto, en los datos generalizables propios de la medicina en cuanto ciencia y buscar actualizarse en aquello que queda por conocer; es necesario estar entrenado en las habilidades necesarias para practicar la medicina; y, finalmente, es necesario saber actuar en cada momento concreto de la práctica clínica.

  1. 5.1. Estar actualizado en el paciente concreto: el carácter científico de la labor asistencial

    Aprender es, ante todo, actualizar y reactualizar la realidad, tener presente lo real (Zubiri, 1983). La realidad humana es algo complejo y para aprehenderla lo primero que hay que hacer es tomar contacto con ella. Esto es lo que hacen el clínico en sus entrevistas con pacientes o el investigador en el trabajo de campo. Es ahí, en el cara a cara con las personas, donde el médico se sitúa en una posición sólida para empezar a comprender esa realidad, donde se recogen los datos de mayor consistencia, que van a orientar, sugerir y ser referencia a la hora de elaborar y verificar hipótesis. Por tanto, la atención y observación de la realidad humana es un primer paso imprescindible para el cuidado del saber médico. Porque es esa realidad la que, en definitiva, nos va a dar o quitar la razón.

    Los seres humanos son en parte algo físico, de ahí que para comprender lo que les ocurre orgánicamente el mejor método es el de las ciencias naturales. Se lanza una hipótesis que luego hay que probar empíricamente. Por ejemplo, si sospecho una neumonía, debo obtener una prueba de imagen para comprobarlo. Pero además, los humanos tienen todo un mundo interno de pensamientos, sentimientos y deseos. De ahí que para adentrarse en ese mundo sea necesario un método propio de las ciencias humanas, orientado a interpretar lo que ahí sucede. Esto supone que, para estar actualizado, al médico se le plantea un esfuerzo considerable de apertura, que le requiere pasar de una mentalidad centrada en la búsqueda de un conocimiento sobre los aspectos físicos de enfermar, a una comprensión racional más amplia. Un modo de cuidar el saber médico, de estar actualizado, es saber interpretar adecuadamente el relato del paciente. Esa interpretación consiste en un ejercicio racional de compenetración (Zubiri, 1983) con el mundo interno del enfermo.

  2. 5.2. Actualizarse en lo que ya se ha descubierto: la formación continua

    Para lanzar hipótesis ante el paciente concreto es necesario conocer previamente el elenco de posibilidades con las que se cuenta, es decir, las posibilidades diagnósticas y terapéuticas más probables. Y para eso hay que saber medicina. No se diagnostica aquello en lo que no se piensa. Y el diagnóstico nosológico tiene hoy día tal poder predictivo que es clave para poder establecer un pronóstico y un tratamiento imprescindibles para mejorar la salud de las personas. Por tanto, un paso necesario para el cuidado del saber médico es inexcusablemente el árido y duro estudio personal.

    El aprendizaje y transmisión de la información válida, relevante y aplicable para el ejercicio de la medicina plantea retos enormes. No es fácil definir qué es lo que debe aprender un estudiante de medicina. Ni cómo debe hacerlo. Tampoco es fácil establecer programas docentes en cada especialidad. El movimiento de Medicina Basada en Evidencias, iniciado en la década de los 90 del siglo XX difundió los estudios, ya clásicos, que son impactantes. El número de lagunas de conocimiento en médicos experimentados es importante y cotidiano; y para estar al día, el número de artículos que un médico generalista debería leer es sencillamente abrumador (Sackett, 2000). Baste señalar aquí vagamente la dimensión de un reto en el que el aprendizaje por resolución de problemas tiene un papel de primer orden.

  3. 5.3. Actualizarse en lo que queda por conocer: investigación

    A menudo surgen preguntas que no tienen una respuesta en los tratados o bases de datos biomédicas, que nos sitúan en el terreno de la investigación clínica. Sorprendentemente, los médicos no han distinguido hasta muy recientemente la diferencia entre “investigación clínica” y “actividad clínica” (Gracia, 2003). La investigación se distingue de la asistencia (o práctica) clínica en que ésta tiene como objetivo primordial mejorar su salud, no incrementar el conocimiento generalizable. Tanto la investigación como la práctica clínica forman parte de la práctica médica y, en cierto sentido, comparten el mismo método. La práctica clínica estará validada por la investigación en la medida en que aquélla se pueda basar en las pruebas aportadas por ésta.

    Actualmente, cualquier clínico debería saber que, para ser un buen profesional, debe investigar haciendo compatibles el bien del paciente concreto con el bien social que supone el incremento del conocimiento médico; debe diferenciar claramente entre práctica clínica, investigación rigurosa y estudios de baja calidad científica, que no tienen otra misión que promocionar el propio prestigio, la influencia personal o la venta de un determinado producto. La bioética ha aportado criterios sólidos para un discernimiento adecuado. Pero además, la normativa reguladora ofrece un marco legal que proporciona seguridad jurídica. Por tanto, para llevar a cabo un cuidado del saber médico mediante la actividad investigadora no es suficiente el rigor técnico, también es necesario el rigor ético.

  4. 5.4. Cómo estar bien entrenado

    El saber hacer incluye todas aquellas habilidades diagnósticas y terapéuticas necesarias en la práctica médica, como las relativas a la comunicación, las técnicas exploratorias y las técnicas terapéuticas incluidas, obviamente, las quirúrgicas. El cuidado de ese tipo de saber requiere un aprendizaje basado en la adquisición de habilidades y, por tanto, en el ejercicio práctico de aquella competencia que se quiere adquirir. Por ejemplo, si se trata de aprender una determinada técnica de infiltración no es suficiente con tener determinados conocimientos teóricos sobre ello. Es necesario ponerse a hacerlo.

    Durante el aprendizaje, la repetición mecánica de tareas que requieren habilidades psicomotrices puede parecer, desde una mentalidad intelectualista, algo demasiado mecánico. Sin embargo, para desarrollar las actitudes y hábitos psicomotrices que son imprescindibles en la práctica clínica es necesario someterse con paciencia, meticulosidad y dedicación a ciertas rutinas que exigen la misma disciplina que al músico la ejecución instrumental de una pieza. Desde el lavado de manos a la realización de una técnica neuroquirúrgica, pasando por la forma de recibir a un paciente según llega a la consulta.

  5. 5.5. Para saber actuar: deliberación como parte del método clínico

    Hay que saber actuar para aplicar bien los conocimientos y habilidades adquiridos. Cuanto mayor es la incertidumbre por parte del clínico, del paciente o de ambos, más necesario es realizar una adecuada deliberación con el paciente o con otros profesionales. La deliberación con el paciente también genera un conocimiento crucial para tomar decisiones. Ese saber actuar es lo que los clásicos denominaron phrónesis, sabiduría práctica o prudencia. Aristóteles lo consideraba una excelencia (o virtud) intelectual que consiste en “un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre” (Aristóteles, 1985). Las decisiones prudentes se consiguen mediante la deliberación, que es “una especie de investigación”. Lo que aquí se propone es que esa deliberación se realice, mediante el diálogo, de forma compartida, con el paciente. Ese diálogo puede ser muy breve y sencillo. Sin embargo, será riguroso en la medida en la que se realice con un procedimiento ordenado y sistemático por parte del clínico. En ese procedimiento es esencial una alusión a los hechos observados, los valores implicados y los posibles cursos de acción (Diego Gracia, 1991).

    La decisiones prudentes se consiguen mediante la deliberación y “el que delibera mal yerra y el que delibera rectamente acierta”, por lo que la buena deliberación alcanza una opinión con rectitud, es decir, con verdad, y está de acuerdo con lo útil, tanto en relación al objeto, como al modo y al tiempo adecuado para realizarla (Aristóteles, EN 1142b 1-30). En medicina diríamos que una buena deliberación alcanza un juicio clínico de acuerdo con el mejor resultado posible para el paciente, realizándose con un procedimiento correcto y en un tiempo adecuado. Pero “la prudencia es normativa, pues su fin es lo que se debe hacer o no” (1143a 5-10), ya que “tiene por objeto lo que es justo, noble y bueno para el hombre” (1143b 20-25). Siendo así, este saber práctico tiene como meta poner al servicio del bien de cada ser humano todo conocimiento y todo desarrollo tecnológico de las ciencias de la salud.

    Hay, por tanto, una estrecha relación entre saber práctico y conciencia moral. Esta actúa como instancia orientadora o sancionadora de la acción, a priori o a posteriori, según el caso. Es una expresión de la experiencia subjetiva del deber o de la experiencia ética, ya que “la ética consiste en actuar conforme a deber” (D Gracia, 2012). De ahí su carácter radicalmente moral. La conciencia es falible, sin duda, pero tiene la posibilidad de hacerse más precisa para discernir lo bueno de lo malo, tanto mediante la deliberación prudente, como con la configuración de un modo de ser según la virtud (Aristóteles, 1985). La prudencia puede y debe ser una cualidad de la conciencia moral, pero es posible una conciencia moral imprudente, algo que cualquier clínico debe tener siempre en cuenta.

    Lo que le confiere a la conciencia moral un valor muy especial es su carácter personalísimo. Tal es su importancia que para Fichte: “antes de llegar a actuar, cada uno está obligado por la conciencia moral a juzgar por sí mismo partiendo de aquellas premisas aceptadas de buena fe y por confianza, y a extraer por sí mismo las últimas consecuencias que determinen inmediatamente su actuar […]. Por mor de la conciencia moral el hombre tiene que juzgar por sí mismo […]; en caso contrario actúa de manera inmoral y sin conciencia” (Fichte, 2005).

    De todo esto se puede deducir que, si bien puede que haya conciencia moral sin prudencia, parece que no puede haber auténtica prudencia sin conciencia moral, pues esta se muestra como el fundamento estructural de aquella. Y es que ese “juzgar por sí mismo” supone asumir la auténtica responsabilidad moral. Eludir el examen de la propia conciencia moral equivale a eludir esa responsabilidad, que es lo mismo que optar por la irresponsabilidad de actuar ciegamente al dictado de otros. Esto no significa que no se deba confiar nunca en nadie, sino que esa confianza ha de ser considerada a la luz de un juicio responsable y autónomo. La conciencia perezosa, que se deja llevar, es una conciencia irresponsable. No es mala voluntad. Es quizá algo peor, es la tibieza propia del que no tiene o no quiere asumir riesgos.

6. La práctica del cuidado del criterio profesional autónomo

Hay al menos tres competencias del carácter que parecen imprescindibles para el cuidado del criterio profesional autónomo: el rigor, la prudencia y la autonomía profesional; estas tienen una correspondencia lógica con otras tres competencias en el terreno de la relación clínica: método, deliberación y pedagogía liberadora; y a su vez con otras tres competencias en el terreno de la gestión de la práctica: apoyo en pruebas, calidad y autogestión (tabla 1). Veamos cómo es esto.

  1. 6.1. Del rigor, al método y a la práctica basada en pruebas… y viceversa

    Ser riguroso es ser exacto, preciso o minucioso. Esto exige una capacidad para dudar de lo que uno sabe, hace o decide cada día, para revisarlo y para corregirlo si es preciso. El rigor que uno se debería exigir es con la verdad racional o científica, entendida como adecuación entre lo inteligido y la realidad. Ser riguroso supone por tanto una disposición para mantener un cuidado de la verdad racional en el plano intelectivo, hacer las cosas bien hechas en el plano de las habilidades y buscar a conciencia el mejor curso de acción posible con el paciente, en el plano prudencial. El rigor puede formar un “racimo de virtudes” (Etxeberría, 2013) con otras virtudes clásicas como la honestidad (para aceptar cuándo la realidad da o quita la razón) o la veracidad (para ser fiel a la verdad). Son enemigos de este modo de ser: la suficiencia intelectual, que ignora la propia ignorancia y menosprecia los datos ofrecidos por lo real; la razón perezosa, que paraliza la propia marcha de la razón; y la razón estratégica, que no se interesa tanto por el saber como por el poder y el reconocimiento social.

    En la relación clínica esto se traduce en una actitud y un hábito de actuar de forma metódica. Una de las claves para ello está en el método clínico centrado en el paciente (McWhinney, 2001). Este requiere elaborar hipótesis nosológicas clásicas, constatarlas y establecer el tratamiento más coherente con ellas; pero, además, exige un esfuerzo de compenetración con el mundo interno del paciente y una capacidad para establecer con él un acuerdo para la toma de decisiones. Una relación clínica metódica va a estructurar procedimentalmente la entrevista clínica y va a buscar recoger toda la información necesaria para probar las hipótesis diagnósticas y terapéuticas.

    La práctica clínica, por otro lado, se va a gestionar de tal forma que se buscará medir sus resultados con indicadores basados en pruebas. Los indicadores de gestión deben tener una base científica que haya demostrado que hay beneficio real, en términos de salud para los pacientes y la población atendida. Esos indicadores deberían estar constituidos por datos acreditados previamente por la investigación. Por ejemplo, si se sabe que la cifra de hemoglobina glicada en los pacientes diabéticos se correlaciona con una mejor o peor evolución de las complicaciones asociadas a la enfermedad, entonces un objetivo de gestión de la práctica tendría que consistir en situar esas cifras en los niveles más favorables.

  2. 6.2. De la prudencia a la deliberación y a la calidad… y viceversa

    El cuidado del saber médico requiere un carácter prudente. Para ser prudente es necesario algo más que conocer los protocolos habituales de actuación. Es necesario conocer la probabilidad pre-test de un determinado problema, la precisión del test y la probabilidad de que este test ayude a confirmar o descartar un problema. En el plano terapéutico es necesario conocer la eficacia y seguridad de una intervención, pero, además, en numerosas ocasiones es imprescindible conocer el impacto en términos de reducción absoluta del riesgo, pues hay una tendencia a sobrevalorar el riesgo en la cultura médica. Y una vez que se conoce todo esto, es necesario saber compartirlo y revisarlo con el paciente, su familia y otros profesionales. Un enemigo muy claro de la prudencia es el imperativo tecnológico, por el que se tiende al abuso de la tecnología (Pellegrino & Thomasma, 1993).

    La prudencia exige una relación clínica deliberativa. En ella se comparte con el paciente lo relativo a los hechos: lo que se va descubriendo en el proceso diagnóstico, lo que se puede ir descubriendo y cómo, las posibilidades terapéuticas y las posibles consecuencias de unos u otros cursos de acción, las dudas que se van presentando, tanto desde el punto de vista diagnóstico como terapéutico. Pero también se exploran los valores del paciente, lo que realmente le importa, lo que al clínico le parece relevante (sí, también los valores del médico) y se busca el curso de acción que preserve mejor todos los valores implicados. El procedimiento de deliberación debe guardar un cierto orden, pero puede adaptarse en la forma a cada paciente concreto. Todo esto no hace sino poner una vez más de manifiesto que la medicina es una “práctica que requiere una fusión de la competencia técnica y un juicio moral” (Pellegrino & Thomasma, 1993).

    Una práctica gestionada prudentemente será una práctica de calidad. Esta será el “resultado de asegurar que cada paciente reciba el conjunto de servicios diagnósticos y terapéuticos más adecuado para conseguir una atención sanitaria óptima —teniendo en cuenta todos los factores y conocimientos del paciente y del servicio sanitario— y lograr el mejor resultado con el mínimo riesgo y la máxima satisfacción del paciente durante el proceso” (Simón, 2005). Lo cual lleva a una revisión sistemática y continua de los procesos de funcionamiento de la práctica, con el fin de entrar en un proceso de mejora continua. Este no es un proceso fácil. Es más bien un ejercicio doloroso, en el que se identifican indicadores de calidad, se confronta uno a las propias deficiencias y se busca la forma de corregirlas.

  3. 6.2. De la autonomía a una pedagogía liberadora y a la autogestión… y viceversa

    Algunas competencias del carácter para actuar con criterio profesional autónomo son las siguientes: el valor, es decir, la capacidad para convivir con el temor sin perder el rumbo a la hora de asumir la soledad y el riesgo que entrañan ciertas decisiones; la fortaleza suficiente como para sostener la propia perspectiva frente a las convenciones sociales; la humildad para corregirse ante una posición más razonable; y la sagacidad ante quien actúa desde un poder manipulador o coercitivo superior. Los enemigos del criterio propio son la cobardía, la incapacidad de asumir la soledad y responsabilidad en decisiones no convencionales, la debilidad de carácter, la prepotencia o la rigidez.

    En el terreno de la relación clínica, la autonomía abre la puerta a un tipo de relación que bien puede calificarse de liberadora, basada en buena medida en una pedagogía liberadora. En ella la deliberación asume una dimensión educativa en la que el clínico, tras llegar a una comprensión en profundidad de lo que le ocurre al paciente, es capaz de presentarle de forma breve y clara los datos más importantes relativos a su situación y los principales valores implicados, mediante un diálogo abierto a la perspectiva, las preferencias y los valores del paciente; finalmente, con todo ello busca acordar con aquel el curso de acción que mejor desarrolla esos valores. Para ello es necesario llevar a cabo un tipo de pedagogía que, en la línea propuesta por Paulo Freire, proporcione al paciente capacidad para comprender y valorar de forma crítica y racional su posición, involucrándole en la toma de decisiones (Carreño, 2009). En ella “enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades de su producción” (Freire, 2012). Se trata de una pedagogía que explora y respeta los saberes y la autonomía de los educandos, buscando “estimular la pregunta, la reflexión crítica sobre la propia pregunta”. Además, al ser una pedagogía de la autonomía está “centrada en experiencias estimuladoras para la decisión y la responsabilidad”. No es una educación neutral, sino respetuosa, en la que cabe la persuasión, pero no la sutil manipulación o la coacción; en la que se asume el riesgo de plantear la propia perspectiva respetando de forma exquisita la del paciente (Freire, 2011). Se trata de una relación clínica liberadora del desconocimiento frente al hecho de enfermar, así como de las dependencias y opresión que generan la enfermedad y sus causas. Este tipo de relación no tiene por qué restringirse al binomio médico-paciente. Puede, de hecho, ampliarse a la educación para la salud en grupos o a intervenciones comunitarias de diversa índole.

    En cuanto a la gestión de la práctica, el clínico debe contar con un margen de maniobra suficiente para la autogestión. Las organizaciones sanitarias tienen actualmente tal poder de proporcionar recursos científicos y técnicos que hace que se pueda dar la paradoja de que el margen de maniobra sea muy limitado. Pero siempre hay un grado de independencia mínima necesaria para ejercer con suficiente autonomía como para lograr alcanzar los objetivos y valores propios de la medicina. El clínico tiene incluso la responsabilidad de forzar el sistema para evitar que las inequidades o limitaciones del mismo actúen en contra del mejor interés del paciente. De este modo coopera para que el sistema avance hacia una suficiente capacidad de reacción ante las necesidades concretas de los pacientes (WHO, 2008).