El Sistema Nacional de Salud (SNS) español es, con sus dificultades y carencias, una institución que goza de bastante buena salud, sirva la expresión. No son pocos los países que encuentran en nuestro sistema un modelo a seguir por su cobertura, universalidad y calidad. El derecho a la salud está contemplado en la Constitución española (art. 43), señalando a los poderes públicos como responsables de la organización y tutela de este derecho. El modo en que este hecho se concreta viene recogido en la Ley 14/1986 General de Sanidad1, donde se especifica la universalidad y la igualdad en la asistencia sanitaria para toda la población española (art. 3.2).
Pero la puesta en práctica de este derecho y su desarrollo a lo largo de estos casi cuarenta años de democracia no ha sido fácil, mucho menos en los últimos años de crisis económica. «Toda la salud para todas las personas» es una afirmación difícilmente asumible, más aún cuando el devenir histórico va deparando determinadas circunstancias que agravan la cada vez más evidente escasez de recursos sanitarios.
En primer lugar, hemos de tener en cuenta el progresivo envejecimiento de la población española que, con seguridad, se verá agravado notablemente en los próximos años2. El índice de envejecimiento (número de personas mayores de 65 años por cada cien menores de 15) ha pasado de 43,7 en 1981 a 114,7 en 2015. Una población envejecida es una población con patología crónica, más tendente a la pluripatología y la polimedicación.
En segundo lugar, tampoco hemos de olvidar que en las últimas décadas, el desarrollo científico-técnico en materia biosanitaria ha crecido exponencialmente y, con él, también el coste de la adquisición y mantenimiento de los instrumentos diagnósticos y terapéuticos, así como de las nuevas terapias farmacológicas, cada vez más específicas, personalizadas y complejas. Y este desarrollo demanda una mayor inversión en investigación, lo que también multiplica los costes.
Y, finalmente, quisiera apuntar un importante factor cultural: la creciente exigencia de bienestar de la población que nace de una cierta intolerancia a lo sano pero imperfecto, a lo bueno pero mejorable, a la normalidad no excelente. Entendida la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social”3, podría decirse que quizás ahora la población española esté más enferma que nunca, aun cuando la esperanza de vida se haya más que duplicado en el último siglo. Cuando la normalidad se establece en la belleza, la juventud, la perfección, el éxito y la fama, podemos estar generando enfermos por tener un físico corriente, ser de talla baja, tener un busto escaso o simplemente una vida experimentada como vulgar.
En este contexto, se nos hace imprescindible hacer una reflexión ética en torno al concepto de salud que podemos defender legítimamente como un derecho, en un sistema sanitario que pretende ser universal e igualitario, en un mundo en crisis. Es lo que haremos en estas páginas tomando como punto de partida el catálogo de prestaciones y la actual cartera de servicios, de forma que podamos conocer, al menos indirectamente, los criterios que llevan a priorizar unas prestaciones sobre otras.
En España disfrutamos del “derecho a la protección de la salud” (Art. 43 de la Constitución española, 1978) extendido “a toda la población española en condiciones de igualdad efectiva” (art. 3.2 de la LGS 1986) y definido y concretado en dos conceptos fundamentales para nuestra investigación: el catálogo de prestaciones y la cartera de servicios4. Delimitemos bien ambos conceptos. El catálogo de prestaciones es definido por el legislador como:
El conjunto de servicios preventivos, diagnósticos, terapéuticos, rehabilitadores y de promoción de la salud dirigidos a los ciudadanos, que comprende las prestaciones de salud pública, atención primaria y especializada, sociosanitaria, urgencias, farmacia, ortoprótesis, productos dietéticos y transporte sanitario5.
Y todos estos servicios tienen un fin claro y explícito: “garantizar las condiciones básicas y comunes para una atención integral, continuada y en nivel adecuado de atención”6. Es decir, se trata entonces de todos aquellos medios necesarios para garantizar las condiciones básicas y comunes que den respuesta a las necesidades asistenciales de la población en materia de sanidad. Y el modo en que el catálogo de prestaciones se hace efectivo es, concretamente, la cartera de servicios7. A partir de aquí, podemos analizar qué significa, de hecho, que toda la población española tiene derecho a la protección de la salud en condiciones de igualdad a través de la cartera de servicios del SNS.
No corresponde al cuerpo legislativo de una nación establecer una definición de salud que, además, está ya bien delimitada por organismos internacionales bien acreditados para ello, como la OMS. Sin embargo, sí podemos acercarnos a lo que el legislador entiende por tal al establecer los instrumentos necesarios para protegerla y, lo que es más iluminador aún, viendo qué otros quedan excluidos, podemos inferir aquello que no forma parte del concepto de salud que debe ser protegida por el sistema público.
En realidad, ¿qué acciones debe emprender el SNS para proteger la salud de los españoles? La LGS 1986 lo aclara (art. 6): promover la salud y el interés por ella (art. 6.1. y 6.2.), prevención y curación de enfermedades (art. 6.3), la asistencia sanitaria cuando se pierde la salud así como la rehabilitación de las mismas y posterior reinserción social (art. 6.4 y 6.5.). Todo ello, en términos generales, ha sido traducido como “prevenir, diagnosticar, tratar, rehabilitar y curar enfermedades, así como una mejora de la conservación o esperanza de vida, al autovalimiento o a la eliminación del dolor y sufrimiento”8. Es lo que algunos han formulado como el derecho que todos debieran tener a disfrutar de una vida razonablemente larga con una calidad de vida proporcionada a la edad que se alcanza9. Estamos ante el marco social general de una comprensión de salud, bien delimitada por la OMS, que demanda una serie de prestaciones que deben ir encaminadas a actuar directamente en su protección.
A efectos prácticos, la legislación prevé incluir entre las prestaciones del SNS aquellas que cumplan unos requisitos concretos que, tal y como hemos apuntado, dejan entrever qué concepto de salud está dispuesto a proteger. Asimismo, el sistema excluirá aquello que no contribuya eficazmente a ello o no guarde relación con enfermedad, accidente o malformación congénita, o busque “como finalidad meras actividades de ocio, descanso, confort, deporte o mejora estética o cosmética, uso de aguas, balnearios o centros residenciales u otras similares” (Cf. art. 5.4.a. 1º, 3º y 4º). Resulta mucho más clarificador aquello que se excluye puesto que, siendo todas estas prestaciones útiles para mejorar la salud de los individuos en su acepción más amplia e inclusiva, el Estado prioriza aquellos contenidos directamente relacionados con el dolor, el sufrimiento, la pérdida de esperanza de vida, de autovalimiento y, claramente, con el deterioro físico.
Puede parecer, en un primer momento, un concepto de salud y enfermedad claro, equitativo y justo que, con toda seguridad, encontraría el consenso de la mayor parte de la sociedad española. La cuestión más problemática es cómo se concreta este criterio de inclusión en las diferentes prestaciones que se ofrecen. Contemplando el conjunto de las mismas, es posible encontrar una serie de valores sociales integrados, unos explícita y otros implícitamente. Entre los primeros, se encuentran, entre otros, la seguridad, la eficacia, la eficiencia, la efectividad, (RD 1030/2006, art. 5.1), la igualdad, la esperanza de vida, la autonomía en la propia gestión vital (RD 1030/2006, art. 5.3.a) o la calidad de vida (RD 1030/2006, Anexo 2.7.). De un análisis más detallado podemos derivar de forma implícita algunos valores para los que la sociedad es especialmente sensible y que, en cierto modo, podrían entrar en conflicto con algunos de los ya presentados. Para desarrollar este punto pondremos algunos ejemplos.
En algunos casos, los criterios implícitos pueden presentar una dudosa eficiencia. Un ejemplo de ello es el uso generalizado del tratamiento con hormona de crecimiento en niños de talla baja por causa claramente genética y no hormonal. En ocasiones, el gasto sanitario por esta prestación es de los más elevados después de los tratamientos quimioterápicos, cuando el resultado esperado es un aumento de talla de apenas unos centímetros, más en relación con una mejora estética o incluso psicológica que funcional. En tal caso, podríamos pensar que se han integrado otros criterios como la edad y la especial sensibilidad social que se demuestra ante las imperfecciones, frustraciones y fracasos en el periodo infantil. Se trata de una prestación incorporada en la cartera de servicios de todas las comunidades autónomas y que todos los hospitales intentan prescribir de forma racional. Pero, con todo, aún tienen que ser los tribunales los que obliguen a la Administración a restituir los costes de este tratamiento a las familias cuyos hijos fueron excluidos por un facultativo –por motivos estrictamente médicos– de esta indicación10.
En otros casos, la prestación sanitaria no supone una mejora significativa en la esperanza de vida ni en la calidad de vida y, simplemente, supone mantener la esperanza en que se va a recibir un tratamiento aunque no se haya demostrado aún su efectividad. Es lo que ocurre con los tratamientos de uso compasivo (RD 1030/2006, art. 5.4.a.2º) cuyo valor social es indiscutible por el mero hecho de poder hacer algo, otorgar esperanza y generar confianza en las instituciones para quienes la salud parece haberles dado definitivamente la espalda.
También encontramos la integración de criterios que pueden poner en riesgo la igualdad entre todos los ciudadanos, de tal forma que, en similares condiciones, todos los individuos debieran ser tratados y no es así. Es lo que ocurre cuando integramos el criterio de la responsabilidad personal. Un ejemplo claro de ello es la exclusión de la prestación de reproducción asistida (RMA) de las personas esterilizadas voluntariamente (RD 1030/2006, Anexo III, 5.3.8.2.b.1º). Estrictamente hablando, debieran ser beneficiarias todas las personas estériles (tratamientos de RMA con fin terapéutico siempre que haya “trastorno documentado de la capacidad reproductiva”, RD 1030/2006, Anexo III, 5.3.8.1.a.1º), sin embargo, la cartera de servicios excluye a quienes de forma libre y responsable se han esterilizado previamente.
En definitiva, a los criterios explicitados para considerar una situación personal como especialmente vulnerable a la amenaza de su salud, pueden añadirse otros implícitos que, de forma más o menos generalizada, se consideran aceptados por la sociedad: la edad, la responsabilidad personal, la esperanza en que se va a recibir tratamiento o la vulnerabilidad social están presentes incluso cuando puedan entrar en conflicto con otros criterios objetivos como la eficiencia, la efectividad o la igualdad.
Hay algunas situaciones de especial vulnerabilidad sanitaria que merecen un análisis detallado, pues iluminan significativamente algunas dimensiones éticas de la limitación de las prestaciones sanitarias11.
Probablemente se trate de la enfermedad más prevalente y que, con seguridad, sufrimos todos en algún momento, acompañado de dolor y menoscabo significativo de la calidad de vida. Sin embargo, la cartera de servicios excluye todo tratamiento reparador y ortodóncico, financiando exclusivamente el tratamiento de procesos agudos, la exploración preventiva de embarazadas y las medidas preventivas y asistenciales para la población infantil (RD 1030/2006, Anexo II, 9). En esta ocasión, parece que la reparación de piezas dentarias es considerada una medida estética, motivo por el que sería excluida de la cartera de servicios. Sin embargo, como todos sabemos, las piezas dentarias tienen una función específica en la nutrición, de forma que la extracción generalizada de las mismas supondría un grave menoscabo en la alimentación y en la calidad de vida de cualquier persona. Esta prestación cumpliría gran parte de los criterios inclusivos que hemos señalado, además de responder a la más estricta igualdad de todos en el acceso a los servicios sanitarios. Además, el cuidado de la salud bucodental es uno de los indicadores más claros del estamento social, del poder adquisitivo, del grado de integración social. Es también un claro ejemplo de priorización por edad (más bien discriminación, pues los jóvenes y adultos están excluidos) aludiendo quizás al factor de años de vida ajustados por la calidad (AVAC). Es por todo ello que buena parte de la sociedad estaría dispuesta a incorporar esta prestación en detrimento de otras12.
Algunas Comunidades Autónomas (CCAA) han decidido financiar ciertas ampliaciones en los beneficiarios de la prestación de la salud bucodental13. Unas amplían el tiempo de la atención infantil (Andalucía, Aragón, Galicia, etc.), otras la atención de discapacitados psíquicos o físicos (Andalucía, Extremadura…) y alguna debate actualmente la inclusión en los presupuestos de una partida destinada a la salud bucodental de personas sin recursos14. Incluso en la cobertura a la población infantil encontramos desigualdades autonómicas: sólo seis CCAA ofrecen el sellado de fisuras en molares permanentes y tres la obturación de molares definitivos15.
No alcanzo a comprender el motivo de exclusión de esta prestación, ciertamente. ¿Puede apelarse a la responsabilidad personal como causa de una higiene bucodental descuidada? ¿Acaso no es considerada una enfermedad cuando es causa de menoscabo físico y también social? Quizás el único motivo de exclusión sea que su cobertura pondría en serio peligro la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud, en cuyo caso serían legítimas todas la voces que ponen en cuestión la inclusión de otras prestaciones –reasignación de sexo o RMA en personas no estériles– cuando una tan básica y demandada no está disponible para todos.
Es claro el acuerdo generalizado que habría entre los ciudadanos para incluir esta prestación con financiación pública, por lo que se convierte en un buen modelo comparativo con el que confrontar otras prestaciones que no cumplen con claridad los criterios de inclusión del catálogo de prestaciones.
Los criterios de inclusión son claros: que tenga fin terapéutico, preventivo de transmisión de enfermedades graves o en algunas situaciones especiales como la selección embrionaria con fines terapéuticos para terceros o la preservación de la fertilidad ante patologías esterilizantes (RD 1030/2006, Anexo III, 5.3.8.1.)16.
En un principio, estos criterios excluirían a las mujeres solas y lesbianas de esta prestación con financiación pública, sin embargo, se ha convertido en una cuestión más que discutida y resuelta, en no pocos casos, por vía judicial. Se ha aludido al hecho de no poder discriminar a nadie por su orientación sexual. En efecto, la deseada igualdad que se predica en la protección de la salud de todos los ciudadanos no puede vulnerarse por motivos de orientación sexual ni ningún otro motivo pero, ciertamente, no creo que sea el caso. El criterio de inclusión señalado en la cartera de servicios es que haya trastorno documentado de la capacidad reproductiva, de tal forma que cualquiera que sufra este trastorno debe tener derecho a la prestación sin discriminación alguna. Si hay un trastorno de la capacidad reproductiva en una mujer, independientemente de su orientación sexual, estado civil, raza o credo, el SNS debe facilitarle esta prestación en las condiciones establecidas.
La financiación de estas técnicas en mujeres solas o lesbianas (sin diagnóstico de infertilidad cierto) sólo está prevista en ocho Comunidades Autónomas17. El debate mediático que supuso la exclusión de estos colectivos de la financiación de dichas técnicas en 2014 por una orden ministerial provocó la inclusión en las carteras de servicios de unas Comunidades, la regulación por ley en otras (Cataluña y Extremadura) o la financiación de facto por sentencia judicial, como ocurrió en la Comunidad de Madrid18. De este hecho, podríamos deducir que muchas Comunidades Autónomas y jueces comprenden el deseo de maternidad en mujeres solas o lesbianas como un trastorno de la capacidad reproductiva. Estrictamente, no se trata de un trastorno de la capacidad –pues la capacidad reproductiva está intacta– sino de la función reproductiva, pues los actos que conducen a la fecundación no pueden ser llevados a cabo, ya sea por falta de pareja o de deseo heterosexual. La prestación en este caso tendría como objeto suplir los actos que en sí mismos son fisiológicamente reproductivos y no superar una anomalía anatomo-fisiológica que está impidiendo la fertilidad.
Otra peculiaridad en el concepto de enfermedad que ofrece esta prestación es el sujeto beneficiario. En realidad, la esterilidad es un enfermedad que afecta a la pareja y no a uno sólo de sus miembros, de tal forma que, efectivamente, el Sistema Nacional de Salud prevé la financiación “en el caso de parejas, sin ningún hijo común, previo y sano” (RD 1030/2006, Anexo III, 5.3.8.2.a.2º), por lo que financiará la asistencia a la reproducción de tantos hijos como parejas tenga un varón o una mujer estéril. No sería éticamente cuestionable en un sistema con recursos ilimitados en el que pueden cubrirse todas las necesidades sanitarias imaginables, pero en la realidad que vivimos, es legítimo dudar de la igualdad de un sistema que ofrece estas prestaciones y excluye la salud bucodental o la inversión en investigación para tantas y tan desconocidas enfermedades raras que deterioran muy significativamente la vida de más de tres millones de españoles y de quienes les rodean19.
En la cartera de servicios se prevé la atención y apoyo en la deshabituación tabáquica de los fumadores incluyendo la valoración, la información de riesgos, el consejo de abandono, el apoyo sanitario y la ayuda conductual individualizada (RD 1030/2006, Anexo II, 6.4.4.a). No se incluye entonces el tratamiento farmacológico sustitutivo20. Sin embargo, muchas Comunidades Autónomas han incluido esta prestación contribuyendo así a la reflexión en torno al concepto de salud21. El tabaquismo ha sido declarado por la OMS como la primera causa de invalidez y de muerte prematura en el mundo. La cuestión sobre si es una enfermedad o no se debate entre quienes afirman que, no siendo una enfermedad –pues habría más de once millones de enfermos en nuestro país–, sí se trata de un trastorno de conducta aprendida que puede “desaprenderse”, y quienes piensan que es una enfermedad por adicción a nicotina22.
Independientemente de esa cuestión, son indudables sus nocivas consecuencias en la salud a corto, medio y largo plazo, suponiendo unos gastos desorbitados para la sanidad en atención a pacientes oncológicos, bronquíticos crónicos, etc. Probablemente, su inclusión entre las prestaciones financiadas responda más a criterios de eficiencia que estrictamente al derecho a la salud que supone el hábito tabáquico en sí. Además, puede aludirse a otros criterios para su inclusión como la prevención de numerosas enfermedades o el beneficio a terceros (caso de las profesiones sanitarias, educadores o simplemente padres de familia). Sin embargo, puede ser cuestionable el hecho de ser un hábito del que el sujeto es responsable, al menos en sus inicios, y que del mismo modo que libre y responsablemente se inició en él, debe financiarse su deshabituación, como quienes una vez se esterilizaron y ahora desean ser padres. A partir de aquí, creo que el modo en que Canarias ha solventado la cuestión apunta a esta corresponsabilidad en el hábito tabáquico y sus consecuencias, pues prevé un copago de las mismas que, al mismo tiempo, redunda en la propia implicación y responsabilización en el tratamiento, puesto que ni siquiera en el primer cigarrillo somos plenamente libres y responsables de nuestros actos23. No es una cuestión sencilla de abordar, simplemente quiero exponer todos los factores que hay que tener en cuenta para su reflexión ética.
En definitiva, nos encontramos ante un concepto de salud que incluye una serie de contenidos bien claros, consensuados y legitimados como la mejora de la esperanza de vida, el autovalimiento o la eliminación del dolor y sufrimiento que provocan las enfermedades. Sin embargo, encontramos que hay determinados valores sociales que ejercen fuertes presiones a la hora de incluir o priorizar prestaciones que no se ajustan del todo a los criterios de eficacia, eficiencia, efectividad o igualdad. Es así como la edad, la vulnerabilidad social, la esperanza de futuro, la responsabilidad personal o la libertad en el ejercicio sexual pueden constituir poderosas excepciones a los sólidos principios explicitados.
Como hemos visto, la Ley General de Sanidad es clara al establecer los criterios de inclusión y exclusión de prestaciones en la cartera de servicios. La eficiencia y la equidad son claramente los que encuentran un mayor acuerdo entre todos los sectores sociales y profesionales. Sin embargo, tanto una como otra pueden entenderse de forma muy diferente según la ideología imperante24. Así, en una sociedad de ideología liberal la clave estaría en dar a cada uno según su capacidad y disposición a pagar. De esta forma, la eficiencia consistiría en satisfacer los deseos de quienes tienen mayor capacidad adquisitiva y están dispuestos a pagar por su salud, mientras que la equidad habría de conjugar unos mínimos estándares de sanidad para todos con la incuestionable libertad para poder comprar la sanidad que cada uno quiera y pueda costearse.
Sin embargo, en nuestro país, el modelo es otro bien distinto pues impera una ideología igualitaria, tal y como predica la LGS 1986, que busca ofrecer unos servicios para todos según la necesidad sanitaria. Desde esta perspectiva, la eficiencia buscaría asignar recursos para maximizar las mejoras en salud, mientras que la equidad trabajaría por dar a todos acceso a la sanidad según su necesidad. El problema estaría, como hemos señalado, en definir claramente qué es lo que hay que distribuir igualitariamente. Sí, la salud, con todas las dificultades que esto entraña, una definición cambiante según el perfil del bienestar social, según las expectativas de los ciudadanos. Al analizar los índices de calidad de vida relacionada con la salud (CVRS), las diferencias entre regiones pueden llegar a triplicarse en algunos casos, lo que aleja a nuestro sistema sanitario de la anhelada igualdad que en 1986 se proponía.
Algunos países pusieron en práctica principios explícitos y transparentes para limitar sus recursos sanitarios. El caso de Suecia es especialmente revelador25. Los criterios utilizados fueron tres: el principio de dignidad humana, el principio de solidaridad y el ya conocido de coste-efectividad. Por estos principios se estableció un orden de prioridades en la atención sanitaria encabezado por las enfermedades agudas y crónicas graves, el cuidado de quienes tienen escasa autonomía y los cuidados paliativos, mientras que en último término se encontraban los cuidados sin relación directa con lesiones o enfermedades. Lo más interesante de este modelo fueron los criterios excluidos, aun cuando pudieran gozar de cierta aceptación social por su transparencia o aparente equidad. Así pues, se excluyó el principio utilitarista por el que se busca el mayor beneficio para el mayor número de personas, pues podría entrar en conflicto con la dignidad y la solidaridad con todos y cada uno de los ciudadanos, incluyendo los que no constituyen la mayoría. También quedó fuera el principio de lotería, es decir, la atención en riguroso orden de llegada que, aun siendo claro y transparente también podría contravenir el principio de necesidad y solidaridad. Y, finalmente, el principio de la demanda que está sencillamente expuesto a los cambios sociales que pueden generar demandas sanitarias poco apropiadas.
También en Holanda se ensayó con otros criterios para delimitar un paquete de servicios básicos de salud. Además de la eficiencia y la efectividad, la comisión encargada de este cometido señaló dos criterios importantes: que sea una asistencia necesaria para la comunidad y que no pueda dejarse en manos de la simple responsabilidad personal26. Con estos criterios, alguna prestación como la RMA quedaba excluida de la financiación pública, pues no puede apelarse a una obligatoria solidaridad para ofrecer una fertilización que en modo alguno constituye un derecho, mientras que otras dolencias quedan fuera del paquete básico de prestaciones, como la salud bucodental.
Otras experiencias como la del Estado de Oregón en 1989 pusieron de manifiesto la dificultad que entraña intentar objetivar unos criterios sosteniéndose exclusivamente en la relación coste/efectividad, pues obligaría a financiar un empaste de muelas antes que una intervención de apendicitis, por ejemplo.
Sin ser exhaustivos en este desarrollo, la cuestión que queremos poner de manifiesto es la necesidad inevitable y urgente de generar una conciencia social capaz de asumir responsablemente la ambigua decisión de ofrecer unos servicios en detrimento de otros, reconociendo el valor de todo aquello que se excluye y que quizás algún día, quién sabe, los recursos y las circunstancias permitan incluirlos para todos27. Eficiencia, efectividad, solidaridad, dignidad, necesidad, vulnerabilidad… criterios irrenunciables que deben estar presentes pero que en ningún caso suponen una garantía para la pretendida equidad con el consenso de todos.
Una segunda pregunta que nos hacemos es el modo en que deben seleccionarse los criterios, precisamente para alcanzar un mayor consenso social en algo que, de seguro, no gustará a todos. El Estado tiene la obligación de racionar los recursos buscando qué programas maximizan la función de bienestar social. No racionar es negligente en el mundo en que vivimos, aunque a algunos políticos pueda parecerles que les hará ganar un puñado de votos. Lo importante es dar a conocer con transparencia los criterios empleados para minimizar los conflictos que puedan aparecer entre los intereses públicos y los de los ciudadanos concretos28. En nuestro país, hay una conciencia generalizada de que todos tenemos derecho a recibir todas las prestaciones, al mismo tiempo que reconocemos que esto no es posible. Toda limitación en los recursos en los peores momentos de la crisis económica ha sido analizada por la opinión pública como “recorte” al sistema de bienestar. Los más llamativos de los últimos años –la exclusión de ciudadanos no españoles, la FIV en mujeres no estériles o el copago a pensionistas– han encontrado el rechazo frontal de la sociedad porque, simplemente, no se han explicitado los criterios o han sido mal entendidos o, simplemente, no se comparten. Pero, a pesar de todo, es difícil no reconocer la necesidad que tenemos de racionalizar el gasto, limitar las prestaciones y ser más austeros en las demandas.
Sabiendo que aplicar el coste/efectividad únicamente lleva a la desigualdad, la irracionalidad en el servicio y el fracaso sanitario, las instituciones legítimas habrán de profundizar en aquello que la población entiende por beneficio de la prestación sanitaria. Conceptos como ganancia de salud, calidad de la prestación, beneficios del proceso o la aversión social a la desigualdad deben estar muy presentes en la selección y presentación de los criterios que habrán de dar respuesta a las necesidades de buena parte de la población en detrimento de los deseos –legítimos pero quizás no tan necesarios– de otros tantos.
Precisamente la transparencia en la explicitación de los criterios limitadores de las prestaciones habría de conducir a todos los ciudadanos a contribuir, en la medida de sus posibilidades, a llevar a cabo la pretendida limitación en la demanda y el consumo de recursos sanitarios. Me atrevo a sugerir que la limitación de prestaciones no es cuestión únicamente de legisladores y políticos que deciden en un momento determinado el contenido de la cartera de servicios. Tampoco lo es fundamentalmente de los gestores de hospitales y servicios de Atención Primaria de Salud que han de presupuestar los gastos en función de las necesidades sanitarias de la población. Los verdaderos agentes de la justa y equitativa limitación de recursos en salud son, por un lado, los profesionales sanitarios, indicando con racionalidad biomédica aquello que cada enfermo necesita, respetando su autonomía y con un fuerte sentido de la justicia social29. Por otro lado, somos todos los usuarios del sistema sanitario los que tenemos en nuestras manos hacer posible lo que, con las dificultades que hemos visto en estas páginas, puede parecer imposible. Sólo tenemos que comprender nuestra salud como un bien privado capaz de generar salud como bien social30. Sólo tenemos que ser capaces de pensarnos en plural y en futuro, pues quizás el «para mí todo hoy» esté imposibilitando el «para todos lo necesario mañana».
El derecho a la salud universal es un concepto complejo, precisamente en las tres categorías que lo definen: derecho, salud y universal. Nos preguntamos hasta dónde tiene el Estado que garantizar un concepto –la salud– que parece no tener límites en la exigencia y al que todos exigen derechos pero no asumen los deberes necesarios para su sostenibilidad.
El Estado español ha abordado esta compleja cuestión implícitamente a través de la cartera de servicios sanitarios, en la que delimita claramente el fin fundamental que persigue: prevenir, diagnosticar, tratar, rehabilitar, curar enfermedades (dolor, sufrimiento y dependencia) y mejorar la esperanza de vida. Todo ello a partir de unos criterios explícitos y consensuados –seguridad, eficacia, eficiencia, efectividad, igualdad, autonomía, calidad de vida– y otros no tan claros ni transparentes, posiblemente no consensuados en todos los casos, que con seguridad serían fuente inagotable de debate público: la edad, la sensibilidad social ante la imperfección infantil, la esperanza, la responsabilidad personal, u otros inconfesables más relacionados con el rédito político que con la eficiencia sanitaria.
Sin embargo, hemos de reconocer la dificultad que entraña alcanzar un acuerdo social sobre qué prestaciones deben ser excluidas de la financiación pública, fundamentalmente por la disparidad en la demanda sanitaria, tan variable en el espacio y en el tiempo. Son grandes las diferencias regionales, generacionales o profesionales en los criterios implícitos que orientan nuestros juicios de valor a este respecto, por la alta carga de subjetividad con que abordamos todas las cuestiones que tienen que ver con la enfermedad, el dolor y el sufrimiento propio y, sobre todo, de nuestros seres queridos.
Una vez más, la pretendida objetividad en la reflexión ética y la insoslayable subjetividad de la experiencia se ven confrontadas. De su fecunda complementariedad traducida a una mayor capacidad de renuncia a una parte de salud dependerá la posibilidad de que, en el futuro, haya aceptables niveles de salud para todos, sin distinción.