El ser humano en su reflexión ética, con relativa frecuencia, encuentra dudas razonables entorno a la corrección moral de cuestiones que de forma ineludible debe juzgar. Entre otras situaciones, cuando se debaten temas que hacen referencia a las tecnologías derivadas de las biociencias aparecen conflictos bioéticos complejos. En tales casos entran en juego múltiples incógnitas que inciden en el quehacer deontológico de la persona, empeñada en desarrollar y aplicar el conocimiento adquirido en esas áreas del saber. Al hilo de lo afirmado, durante los dos últimos siglos de nuestra era, la genética ha desarrollado novedosos descubrimientos que cuestionan proposiciones éticas que hacen referencia a la dignidad humana. Por este motivo, a continuación se estudiarán, desde la perspectiva del Magisterio eclesial católico, algunos de esos dilemas que dichas investigaciones han generado en el transcurso de su historia.
El contexto biotecnológico que califica el comienzo del milenio, favorece que también desde instancias eclesiales se valoren los extraordinarios cambios que han introducido las nuevas tecnologías en la manera de entender y de afrontar la vida. En la carta encíclica Laudato si’, aparecida en el año 2015, el papa Francisco afirma que el ser humano se encuentra en una encrucijada que ha sido originada por el progreso científico que ha adquirido en los dos últimos siglos. Dice que “es justo alegrarse ante estos avances, y entusiasmarse frente a las amplias posibilidades que nos abren estas constantes novedades”1. El pontífice realiza un singular recorrido histórico en el que aprecia las portentosas y beneficiosas innovaciones introducidas en la vida del ser humano por las ciencias y las tecnologías; pero también muestra su inquietud ante los interrogantes que esos mismos logros generan, ya que “nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera el modo como lo está haciendo”2. Esta advertencia sobre las desastrosas consecuencias que han causado a la humanidad muchas de estas actividades, por el fin que han perseguido y persiguen con ellas sus promotores, invita a la reflexión. A deliberar sobre las características que debe acompañar a toda investigación científica que quiera ser calificada como auténtica, al menos desde los criterios que defiende la Iglesia Católica. Desde este horizonte de comprensión, la Constitución Pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II señala que:
[…] la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser3.
Esta forma de concebir la realidad de este mundo supone reconocer que cada ciencia particular posee sus propias fuentes de conocimiento y métodos de investigación, que le facultan para establecer con rigor leyes, principios, postulados, etc., en una determinada área del saber en la que su competencia es reconocida y valorada. De ahí, la necesidad de respetar la autonomía de cada ciencia, siempre y cuando se entienda de la manera descrita. No obstante, el mismo Concilio puntualizaba que “si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece”4. Estas observaciones indican las condiciones que debe cumplir cualquier investigación científica para que, desde criterios católicos, pueda ser considerada legítima, es decir, para que en cualquier circunstancia y ocasión respete la dignidad del ser humano, tratándole siempre como fin y nunca como medio. Este canon ético viene avalado por la antropología cristiana que concibe al hombre creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27), como “única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo”5. Consecuentemente, a partir de esta visión creyente de la existencia, forjada a la luz de la revelación divina y de la racionalidad humana, el Magisterio de la Iglesia Católica trata de esclarecer y de situar los dilemas bioéticos originados por las biociencias.
A día de hoy, una de las grandes tentaciones en las que puede incurrir y de hecho, en ocasiones, incurre el científico en sus investigaciones, en su afán por alcanzar las máximas cotas posibles de conocimiento, radica en considerar al ser humano no como sujeto digno sino como estricto objeto de sus estudios, como simple material biológico, del que se sirve en la medida de sus necesidades sin tener en cuenta otra consideración. Son numerosos los ejemplos que ratifican esta afirmación, como el artículo publicado en el año 1966 por Henry K. Beecher en la revista The New England Journal of Medicine titulado "Ethics and clinical research" en el que se denunciaban 22 ensayos clínicos realizados con personas de forma arbitraria e inmoral6. Un año más tarde, en la carta encíclica Populorum progressio, el papa Pablo VI establecía las bases de lo que entendía el Magisterio pontificio católico por desarrollo, puesto que no lo reducía a un mero crecimiento que, generalmente, queda reflejado en el beneficio económico que se obtiene y el poder que otorga a determinados grupos sociales, sino por el contrario, precisaba que para ser auténtico: “debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre”7. Con este mismo ideario, ya en la década precedente y en referencia explícita a las investigaciones genéticas, que ya eran una realidad que planteaban dilemas bioéticos, el papa Pío XII se pronunció en diversas ocasiones. En el año 1953, con ocasión de un simposio de genetistas, señaló las diferencias cualitativas que existen entre las investigaciones que se realizan con vegetales y animales, por un lado, y las que se efectúan con seres humanos por otro, ya que sus valoraciones morales son distintas8. En el caso del hombre y de la mujer “nos hallamos siempre ante seres personales, ante hechos intangibles, ante individuos que, por su parte, están obligados por normas morales inflexibles cuando ejercen su aptitud para procrear. Así, el Creador mismo ha establecido en el terreno moral, barreras que ningún poder humano puede sobrepasar”9. En esta intervención, el papa Pacelli señaló los límites que, según el Magisterio de la Iglesia Católica, debían ser respetados por las investigaciones y las técnicas derivadas de la genética. De esta manera, este pontífice estableció las bases de posteriores pronunciamientos magisteriales en función de la ley natural. No obstante, en discursos precedentes había estudiado los principios que debían regir las investigaciones médicas y los principios que las avalaban moralmente10. Así, hacía referencia a tres principios: el interés de la ciencia médica, el interés particular del paciente que ha de tratarse y el interés de la comunidad, el bonum commune.
Pío XII no dudó en afirmar que el interés de la ciencia médica es un valor auténtico; sin embargo, no se puede afirmar como criterio válido en toda ocasión y circunstancia “Con tal de que se suponga evidentemente que la intervención del médico está determinada por un interés científico y con tal de que observe las reglas profesionales, no hay límites a los métodos de crecimiento y de profundidad de la ciencia médica”11. Ciertamente, esta consideración es de capital importancia, especialmente en los tiempos que corren, ya que la propiedad intelectual y tecnológica de los descubrimientos biotecnológicos proporciona un dominio extraordinario en ámbitos tan diversos como el económico, el militar, el sanitario, etc. Sin duda, quien tiene el conocimiento tiene la llave del poder y del destino de la humanidad, pudiendo llegar a convertirse en el árbitro que establece los criterios de aquello que conviene investigar o de las técnicas biotecnológicas que interesa emplear, incluso con los seres humanos. Fácilmente, estas decisiones pueden ser tomadas sin tener en cuenta ninguna consideración ética que las avale, ya que, en estos casos, su realización se basa en motivos puramente espurios que contemplan intereses ajenos al auténtico desarrollo del ser humano.
Por otra parte, en lo que respecta al segundo principio, el referido al interés particular del paciente, este papa consideraba que el punto decisivo de esta cuestión reside en “la licitud moral del derecho que el paciente tiene de disponer de sí mismo”12. Desde este punto de vista, no contemplaba que el mencionado principio tenga un valor absoluto, ya que el ser humano tampoco puede traspasar la frontera de la ley moral natural y de los valores que la realizan, pues su transgresión atenta contra el atributo más valioso que le distingue y califica, su dignidad: “él no es dueño absoluto de sí mismo, de su cuerpo, de su espíritu. No puede, por lo tanto, disponer libremente de sí mismo, como a él le plazca. El mismo motivo por el que obre no es por sí sólo ni suficiente ni determinante. El paciente está ligado a la teleología inmanente fijada por la naturaleza”13.
Por último, en referencia al bien común, desde la perspectiva del interés médico de la comunidad, este pontífice se interrogaba sobre los aspectos centrales que enmarcan estas investigaciones y sobre la moralidad de las mismas. En consecuencia, planteaba una serie de preguntas que ponían de manifiesto los posibles dilemas éticos que pueden originarse en función de los métodos, de los medios, etc., que se utilicen para obtener los fines deseados. Así, las cuestiones que planteaba Pío XII no son mera retórica, puesto que inciden de forma concreta en materias que, a día de hoy, siguen centrando el debate bioético de estas prácticas científicas. Por esta razón, parece necesario recoger textualmente las precisas formulaciones que aparecen en este discurso pontificio:
[…] ¿no está en su contenido y en su extensión limitado por ninguna barrera moral? ¿Hay «plenos poderes» para cada experiencia médica seria sobre el hombre vivo? ¿Levanta las barreras que valen todavía para el interés de la ciencia o del individuo? O con otra fórmula: la autoridad pública —a quien precisamente incumbe el cuidado del bien común—, ¿puede dar al médico el poder de intentar ensayos sobre el individuo en interés de la ciencia y de la comunidad para inventar y experimentar métodos y procedimientos nuevos, cuando estos ensayos sobrepasan el derecho de los individuos a disponer de sí mismos? ¿Puede realmente la autoridad pública, en interés de la comunidad, limitar e incluso suprimir el derecho del individuo sobre su cuerpo y su vida, su integridad corporal y psíquica?14
Sin duda, las diversas respuestas que pueden darse a estos interrogantes bioéticos ponen de manifiesto las distintas formas de entender los fines que se persiguen, los medios que se utilizan y los límites que se establecen en las investigaciones con seres humanos. Inequívocamente, en este documento del Magisterio pontificio católico se afrontaba el tema de los ensayos clínicos con una sistematicidad y una meticulosidad rigurosa. No se debe olvidar que todavía estaban muy recientes las atrocidades perpetradas por el nazismo alemán durante la Segunda Guerra Mundial, condenadas en Nuremberg. Dichos juicios, que comenzaron en 1945 y finalizaron al año siguiente, encausaron a los responsables de aquel genocidio, entre los que se encontraban los responsables de las experiencias médicas practicadas en los campos de exterminio, de las que Pío XII decía expresamente: “los grandes procesos de la posguerra han puesto a la luz del día una cantidad espantosa de documentos que atestiguan el sacrificio del individuo ‘al interés médico de la comunidad’”15.
Estos terribles acontecimientos mostraron algo incuestionable desde el punto de vista moral, que no ha existido, ni existe, ni existirá situación o circunstancia en la que pueda ser violada la dignidad de un ser humano en aras de fines que, incluso, pueden favorecer descubrimientos, terapias o cualquier otro objetivo del que se obtengan beneficios que repercutan en el bien de la sociedad. Esta norma ética no admite ningún tipo de excepción, ya que, en caso contrario, supondría que se reconoce que existen ocasiones en las que sería moralmente aceptable disponer de seres humanos como material de experimentación, sin tener en cuenta que, ontológicamente, desde el inicio de su existencia hasta el final de la misma, la persona es siempre sujeto portador de derechos por ser quién es y no un mero objeto que se pueda utilizar según criterios que muy bien pueden estar respaldados con argumentos jurídicos. En este sentido, el papa Pacelli afirmaba que:
Es preciso notar que el hombre, en su ser personal, no está subordinado, en fin de cuentas, a la utilidad de la sociedad, sino, por el contrario, la comunidad es para el hombre. La comunidad es el gran medio querido por la naturaleza y por Dios para regular los cambios en que se completan las necesidades recíprocas para ayudar a cada una a desarrollar completamente su personalidad según sus aptitudes individuales y sociales16.
Consecuentemente, desde esta visión cristiana de la realidad se puede afirmar: en primer lugar, que la comunidad humana debe ser lugar de pertenencia, acogida y encuentro; en segundo lugar, que, en ella, todos y cada uno de sus miembros deben tener la oportunidad de vivir y de alcanzar el más alto grado posible de desarrollo conforme a lo que significa ser auténticamente humano. No cabe duda de que la investigación genética forma parte de ese desarrollo, pero siempre y cuando no pervierta el fin que da sentido a su existencia: la dignidad humana.
Desde aquellos años del siglo pasado en los que Pío XII exponía sus argumentos sobre la investigación genética hasta hoy han transcurrido más de seis décadas. En este periodo de tiempo, esta ciencia ha realizado descubrimientos asombrosos que han posibilitado tecnologías extraordinarias en numerosos ámbitos de la vida. Sin embargo, esos estudios científicos no siempre han respetado aquellos principios propuestos por el Magisterio pontificio católico, que, por otra parte, siguen vigentes en la actualidad. Durante este tiempo, son innumerables las veces que las instancias vaticanas han abogado en defensa del ser humano desde que es concebido hasta el final de su existencia para que sea respetado en lo que es: un ser digno. El largo pontificado de Juan Pablo II subrayó estos principios en innumerables discursos entre los que cabe destacar: Alocución a la Asociación Médica Mundial (29-10-1983); Nueva y respetuosa actitud ante el medio ambiente. Discurso a un grupo de estudio de la Pontificia Academia de las Ciencias (6-11-1987); El reto de humanizar la Medicina. Discurso a la Conferencia promovida por la Pontificia Comisión por la Pastoral de los Agentes Sanitarios (12-11-1987); Experimentar con el embrión como puro objeto atenta contra la dignidad de las personas. Discurso al grupo de trabajo sobre el genoma humano promovido por la Pontifica Academia de las Ciencias (20-11-1993); Investigación científica y ética en el ámbito biomédico, urgente necesidad de la época presente. Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias (20-11-1995); Compromiso por la vida. Discurso al Congreso Mundial de los Movimientos por la Vida (3-10-1995); Genoma humano: Personalidad humana y Sociedad del futuro. Discurso a la IV Asamblea General de la Pontificia Academia para la Vida, (24-2-1998)17.