«No creo que sea completamente inútil para contribuir a la solución de los problemas políticos distanciarse de ellos algunos momentos, situándolos en una perspectiva histórica. En esta virtual lejanía parecen los hechos esclarecerse por sí mismos y adoptar espontáneamente la postura en que mejor se revela su profunda realidad».
«La Democracia es un bien tan precioso como delicado. A veces basta un pequeño cúmulo de decisiones o actuaciones equivocadas, aun sin mala intención, para que lo que parecía sólido, acabe desvaneciéndose como un suspiro en medio del huracán. Por eso, nuestra responsabilidad, como ciudadanos, es estar muy atentos para que algo así no suceda».
«El mundo de la libertad cede el paso a una situación en la que las cuestiones propiamente políticas acaban planteándose como problemas técnicos. No es ya la comunicación abierta y la libre deliberación lo que decide cómo hemos de vivir».
El libro de Fernando Vallespín Oña (Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad Autónoma de Madrid), constituye un ameno estudio sobre la realidad práctica de la democracia que tiene la virtud de constituir una obra de rigurosa factura (el autor recurre a la mejor doctrina, tanto clásica como actual), que evita incurrir en el mero relativismo y resulta, a la par, accesible a un público universitario no especializado. Pese a que el panorama no invita al optimismo, el autor manifiesta una clara voluntad pedagógica de cara a sugerir herramientas que favorezcan una mejor calidad en el desempeño de la labor de las instituciones democráticas.
Se trata de una obra de permanente actualidad: sus postulados quedaron reflejados antes de su publicación, en la crisis económica que tuvo su punto álgido con la caída de Lehman Brothers en agosto de 2008. Una crisis que marcó el inicio de una recesión económica de singular profundidad y duración.
Las hipótesis del autor resultaron confirmadas de nuevo con la pandemia provocada por el COVID-19. Efectivamente, entre 2008 y 2020 se registra la continuidad de efectos tan negativos como el ocultamiento de información, el sufrimiento del comercio minorista y de los autónomos. A todo lo anterior, ha de añadirse la circunstancia de que los sectores peor tratados durante la crisis económica pasan paradójicamente a adquirir la condición de básicos en la pandemia (a modo de ejemplo, la agricultura y el sector sanitario), que los problemas ecológicos y la contaminación provocan en la ciudadanía peor salud y resistencia a toda clase de virus y que los políticos no terminan de llegar a acuerdos en favor del interés general y continúan creando espacios alternativos a la realidad con el fin primordial de obtener réditos electorales.
Al final del ciclo entre las dos crisis, económica y sanitaria, y ya bajo los efectos de esta última, escribía el Profesor Fernando Vallespín (El País, 05.04.2020), que “el mundo post-Covid-19 ya no volverá a ser como era. La devastación económica, unida al choque psicológico sufrido por el confinamiento masivo y la puesta en práctica del nuevo Estado supervisor, nos introducirá necesariamente en un entorno muy diferente. Otra Europa, otro orden internacional, otra jerarquía de valores y necesidades, otras formas de sociabilidad, otra política. Sobre esta premisa, cada cual especula ya en qué se traducirá de modo más concreto ese “otro”, esa ruptura del mundo conocido que presuntamente estamos a punto de abandonar”.
El ya desafortunadamente antiguo vicio en nuestra democracia de la falta de colaboración leal entre oposición y Gobierno ha resurgido en la época del COVID-19 para justificar la ausencia de disposición al pacto. No es admisible crear realidades paralelas e imputaciones falsas a quienes tienen la dificilísima tarea de gobierno en momentos de excepcional dificultad. La deseable disposición al entendimiento, al pacto, no significa la renuncia a exigir responsabilidades en el momento oportuno. Es más, legitima en mayor medida para tal exigencia.
En realidad, esa falta de disposición a la colaboración tiene más bien que ver con una escasa conciencia de la gravedad de la situación y una ausencia de sentido de Estado. En una situación de crisis sanitaria grave, el buen gobernante ha de redoblar esfuerzos y evitar la tentación de la mentira, también en su formato de creación de realidades alternativas, para la obtención de réditos electorales. En este sentido, el autor de estas líneas siente añoranza por la categoría intelectual y humana de los grandes personajes de la transición política, su práctica de la altura de miras y su vocación de servicio a los intereses generales. Se trata del entonces llamado “consenso”, materializado, entre otros muchos ejemplos que podrían citarse, en los denominados Pactos de La Moncloa, de 25 de octubre de 1977.
En esta ocasión, la creación desde los poderes públicos de relatos dispares sobre la trágica realidad de la pandemia —solo explicables desde el color del gobierno autonómico o estatal identificable como autor de los mismos— ha vuelto a marcar la actualidad política. Lo que se acaba de comentar, se materializa finalmente en una sucesión dispar de narraciones de lo que sucede en el espacio público casi imposibles de contrastar por la ciudadanía.
El autor adopta en todo momento un tono reflexivo, al objeto de establecer un diálogo sincero con el lector. El libro se construye desde un discurso perfectamente argumentado, alejado de la dogmática y de las soluciones unidireccionales, para situarse en el terreno de la observación materializada en una mirada crítica y escéptica de la realidad que aborda. El político de hoy ya no miente, sencillamente construye realidades alternativas para el consumo de una ciudadanía de baja intensidad democrática: escasamente formada e informada.
Esa mirada crítica, irrenunciable en cualquier trabajo universitario, lleva en ocasiones al autor a no ser “políticamente correcto”, pues no se trata de ofrecer un trabajo más sobre teoría de la democracia. En este sentido, el libro no busca un acercamiento al “deber ser” de la democracia. Su objetivo se centra, antes al contrario, en construir un análisis, abierto y en ocasiones claramente escéptico, sobre “cómo es” en este momento la “práctica de la democracia”. Más allá del diagnóstico, se trata, en realidad, de incentivar la recuperación de la condición de ciudadano partícipe y responsable, esto es, una persona que no circunscriba su “libertad” a tantas opiniones absurdas, carentes de fundamentación, y en muchos casos portadoras de noticias falsas (el lector disculpará mi atrevimiento a no utilizar la innecesaria expresión inglesa), localizadas en el entorno de la inmediatez de las redes sociales.
Según Fernando Vallespín, el estudio de estos problemas a partir de la teoría política “ayudará a los ciudadanos a orientarse en su propio mundo social y político, darles la oportunidad de acceder a instrumentos conceptuales con los cuales ellos después pueden operar por sí mismos. La teoría política aparece así como una especie de comadrona socrática que (…)” nos surte de herramientas “(…) para abordar los problemas, ubicándolos en un contexto histórico y social específico, y contribuyendo a su dilucidación pública” (p. 11).
El autor recuerda, en la nota preliminar de su libro, el modo peculiar de proceder que actualmente tiene el poder político. La realidad es manipulada sistemáticamente, construida y reconstruida, para que se ajuste a los intereses de cada cual.
Así las cosas, la verdad se convierte en un conjunto de informaciones que resulta imposible contrastar. Por lo demás, vivimos en una sociedad de marcado carácter individualista. Uno de los corolarios de esa condición es que la libertad de expresión se concibe, ante todo y, sobre todo, como la emisión de opiniones sobre asuntos de los que, en muchos casos, se carece del imprescindible conocimiento. Demasiadas veces brillan por su ausencia tanto la identidad cierta del autor como las argumentaciones, más o menos documentadas y sensatas, vinculadas a tales opiniones. Por consiguiente, hoy en día estará mejor informado quien otorgue prioridad a los hechos por encima de las opiniones. O, si se prefiere, a las opiniones cuidadosamente argumentadas a partir de datos y hechos verificables.
Existe el convencimiento de que todos pueden opinar sobre cualquier tema y, sin embargo, el plano de la “política real”, de “las grandes decisiones”, se escapa a las opiniones personales y se nos impone la tecnocracia y sus dictados inmodificables. El gobernante sentencia entonces: “hago lo que tengo que hacer”. El expresidente Mariano Rajoy confesó en el Congreso de los Diputados, en plena crisis, que estaba adoptando medidas que no le agradaban (como subir impuestos) pero aseguró que es: "lo único que se puede hacer para salir de esta postración". "Hacemos lo que no nos queda más remedio, tanto si nos gusta como si no", dijo después de anunciar un contundente paquete de recortes, que incluía la suspensión, por primera vez en 67 años, de la paga extraordinaria de Navidad a los funcionarios, la subida del IVA del 18 al 21% y la reducción del subsidio de paro, entre una treintena más de decisiones.
De este modo, y simultáneamente, la política real es dominada por la tecnocracia que genera un pensamiento único que es el que impulsa gran parte de las decisiones públicas. Determinados hechos como, a modo de ejemplo, la reducción del gasto público, no se pueden cuestionar. O, al menos, eso se sostiene. Se precisaría, en una visión más sensata, un mayor diálogo entre la percepción tecnocrática de la realidad y la propia de la gente común que se ve afectada por esa adopción, casi robotizada, de decisiones. Hoy en día, en muchos casos, la prejubilación de un trabajador la marca un mero logaritmo, de tal suerte que los recursos humanos son cada vez más recursos y, a su vez, cada vez menos humanos.
La democracia es, por lo común entre nosotros, el cruce entre la complejidad derivada de opiniones diversas, no siempre suficientemente fundamentadas, y esa gestión, de dirección única y de naturaleza casi siempre económica, que es la que realmente se acaba imponiendo en la escena pública.
Es más, las conclusiones de los científicos (algunos de ellos profesores de universidad reiteradamente premiados) también se ven condicionadas. Sólo así, puede hallar una explicación causal la rectificación de algún científico galardonado al que le ha delatado el enemigo común de los que tratan de tergiversar la realidad: la hemeroteca. En situaciones así, bien puede decirse que el científico propone y el político, como portavoz de los poderes fácticos (a modo de ejemplo, especuladores financieros y compañías tecnológicas de comunicación por Internet, que actúan a nivel global y que encuentran un elenco insuficiente de límites en las políticas y ordenamientos jurídicos estatales), dispone.
Se trata de poner de relieve el condicionamiento del científico por el político y de éste por el poder fáctico. Y todo ello con el efecto de la propiedad transitiva de la teoría de conjuntos que, en este caso, relaciona al tercero (poder fáctico) con el primero (el científico riguroso e independiente) cuyo trabajo vocacional y esforzado destruye sin escrúpulos ni piedad.
La historia contemporánea muestra un sistema de partidos en nuestro entorno político cuya existencia y sostenimiento sólo se justifica desde los objetivos relacionados con la democracia: la convivencia en libertad y el bienestar de la ciudadanía.
Si modificamos el ingenioso y provocador título del libro, “la mentira os hará libres”, y lo reconducimos al célebre anuncio del Evangelio de San Juan, “la verdad os hará libres” (En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos que habían creído en él: «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres», Juan 8, 31-42), concluiremos que se requiere un esfuerzo por recuperar la esencia de los partidos políticos, en clave de ética (más allá de cualquier formalismo normativo), transparencia y democracia. A ello habría que sumar una ciudadanía verdaderamente exigente (con resultados visibles, como ha sucedido en nuestro país con la ruptura del bipartidismo en las urnas) y formada en valores cívicos y cultura constitucional (la asignatura pendiente de nuestro sistema educativo que nos haga comprender que vivir en democracia conlleva elementales obligaciones como permanecer informados o participar responsablemente en la vida pública). El producto de dicha suma, me parece, podría permitirnos recuperar la confianza en nuestros representantes y, a través de ella, en la propia democracia.
Una sociedad desarrollada tiene que formar y respaldar, moral y económicamente, a científicos que merezcan ese nombre y, en general, intelectuales independientes, honestos y de reconocida competencia.
El cuerpo central de la obra se estructura en cuatro grandes capítulos, un epílogo y una cuidada y abundante bibliografía sobre la temática desarrollada en el libro.
En la actualidad, las interpretaciones sobre los hechos y la creación de significados sobre la “realidad” proliferan en el espacio público. La batalla política no se libra exclusivamente en el Parlamento, sino que resulta tanto o más importante en el posterior traslado a los medios de comunicación de aquello que sucede en la arena política. Si bien la política democrática requiere de un espacio para la confrontación y el encuentro de ideas, también es verdad que el espacio público se encuentra, cada vez más, sembrado de opiniones.
La desinformación generada a través de noticias falsificadas no es algo nuevo en la historia, pero sí lo es su exponencial amplificación a través de las redes sociales. Además, no ha de olvidarse que esas noticias se difunden en un ámbito de privacidad e incluso de intimidad (por ejemplo, a través de WhatsApp) lo que redunda de manera espectacular en su capacidad de difusión e impacto (así sucedía con las falsedades divulgadas en relación a la pandemia generada por el COVID-19).
Así las cosas, bien puede afirmarse que las noticias falsificadas están destruyendo el espacio público y alterando gravemente las condiciones estructurales de los procesos democráticos. Favorecen el desarrollo de la fragmentación y radicalización y el acceso al poder de movimientos populistas poco respetuosos con las reglas democráticas.
La situación parlamentaria es actualmente en España de fragmentación y de ausencia de alternativas consistentes, que es la peor situación en un sistema democrático. Uno de los más complejos problemas que se pueden presentar en democracia es la ingobernabilidad porque la representatividad se puede sobrellevar con una gobernabilidad fuerte basada en el consenso entre distintas fuerzas políticas. La capacidad de acuerdos entre diferentes visiones ayudaría a la gobernabilidad que es uno de nuestros principales problemas de nuestro sistema parlamentario.
En el marco de ese crisol de puntos de vista —sostiene con razón Fernando Vallespín— nos encontramos ante “un mundo huérfano de verdad donde la textura de lo real se nos abre a una ilimitada gama de interpretaciones” (p. 34).
Es más, “la ambivalencia de lo real y las muchas ambigüedades con las que utilizamos el lenguaje favorecen la extensión del engaño y apoderan al político para encontrar salidas allí donde otros nos moriríamos de vergüenza (…) o tiraríamos la toalla (…)” (p. 15).
En realidad, el problema radica en que “no existe una nítida frontera que separe el “interés nacional” del “interés político” del gobernante” (p. 18). Un interés, me parece, basado en el rédito electoral y en el favorecimiento de posiciones de partido. En definitiva, al político le cuesta encontrar, al menos, espacios de intersección entre el interés general y el interés del partido que apoya al gobierno.
Como bien señala el autor, “la política se ha visto siempre como una esfera especialmente propicia para la mendacidad, la simulación y el engaño” (p. 20). También es cierto que “la hipocresía, las medias verdades y el ocultamiento germinan mejor allí donde se aceptan como algo normal por la sociedad civil” (p. 27). Si se toma en consideración lo anterior, no resulta difícil concluir que “la asociación casi automática entre política y mentira ha hecho que el umbral a partir del cual conseguimos escandalizarnos haya bajado a unos niveles casi inalcanzables” (p. 29). En realidad, de tanto desenmascarar mentiras y convivir con la hipocresía hemos acabado por asimilar la mentira a una opinión más del espacio público. Al final se extiende un horizonte de desconfianza generalizado que todo lo empapa (p. 31). De esta forma, a nadie puede extrañar que finalmente domine la escena “el hartazgo y el descreimiento general ante todo lo político” (p. 31).
En esa espiral de huida de la realidad, se pregunta: “¿Para qué mentir si es posible engañar por otros medios?” (p. 32). Como pone de relieve el autor, “los filósofos, no nos ayudan en nada, enfrascados como están desde hace décadas en contribuir a sembrar el escepticismo respecto a la existencia de la verdad” (p. 34).
Es cierto, no obstante, que los filósofos del lenguaje nos enseñaron que los términos escogidos para describir la realidad no constituyen una mera etiqueta para las mismas, los hechos se objetivan al ser nombrados y aquel que “se arrogue más eficazmente el poder de nombrar, de dotar de expresividad a lo que ocurre, será también quien acabe por imponer la visión que se tenga de aquella” (p. 35).
Por su parte, la ideología, como concepto, se ha transformado en una mezcla de apariencia y falsedad cuyo propósito final es resultar creíble. No son los hechos, sino el discurso sobre los hechos lo que conforma la opinión pública. En política no se trabaja con la idea de actuar a partir de “pautas de racionalidad, sino con el propósito de “convencer” en el sentido retórico de “mover a creer” (p. 39).
El resultado es que la realidad no puede expresarse como unidad. La democracia condena al mundo político a ser objeto de una multiplicidad de representaciones, a una “guerra de definiciones” (p. 47).
Tiene razón el profesor Vallespín cuando apunta que la relación entre democracia y verdad es mucho más compleja de lo que pueda parecer. Si la democracia existe, recuerda el autor, es precisamente porque “la verdad objetiva no nos es accesible, sólo lo son algunos de sus fragmentos (…)” (p. 63). Al gobierno democrático se le abren muchas posibilidades frente a lo que podría ser una única verdad objetiva. El modo de nombrar y encuadrar la realidad ya es un modo de modificarla sin apenas darnos cuenta. De hecho, lo que en ocasiones nos impresiona no es tanto la realidad misma cuanto el modo de explicarla, sobre todo cuando se hace intervenir de manera notable el factor emocional. Por lo demás, en democracia casi todas las cuestiones que se plantean admiten tantas miradas alternativas como actores políticos se pronuncien sobre el asunto de que se trate. Eso sí, algunos nos resistimos a considerar que todas las opiniones sean igualmente estimables. Al menos, me parece, el respeto a la dignidad de la persona y a los derechos de los demás (art. 10.1 de la Constitución española) deben constituir límites infranqueables para cualquier opinión.
En realidad, la idea central de la democracia, ya desde Grecia, se fundamenta en que “los seres humanos podrán diferenciarse en todo, siempre se los podrá jerarquizar a partir de algún criterio, como de hecho se hace, pero no en su capacidad para pronunciarse, para opinar respecto de lo que es de todos” (pp. 66-67). Especialmente preocupante es “la distorsión política de la verdad de los hechos”. Los hechos deberían ser, por el contrario, “el sustrato inevitable sobre el que se sustentan después las opiniones, aquello que sometemos a juicio y sobre lo que hemos de decidir”. De lo contrario, se daría lugar a una especie de “mentira objetiva” que necesariamente habría de producir un juicio político erróneo (pp. 69-70). La mentira se convierte así en una forma de acción política porque cambia la realidad y la pone a nuestra disposición. El mundo de lo humano no admite el contraste objetivado entre alternativas que facilitan las ciencias experimentales. Eso sí, en el ámbito de la democracia se debería profundizar en los mecanismos de deliberación pública para poder emplear mejores argumentos que nos aproximen a la verdad, como es lógico, desde el criterio personal de cada uno. Con todo, no será fácil. Lo común, entre los propios ciudadanos, es acceder a la información a través de los medios afines a su propio modo de pensar. Ello genera la retroalimentación constante de su modo de pensar, la dificultad de contrastar su posición con otras diferentes y una gran rigidez de pensamiento.
La justicia busca una verdad producto de un procedimiento en el que las partes tienen ocasión de acusar y defenderse. Con todo, las resoluciones de jueces y tribunales también pueden ser discutidas en algunas ocasiones aplicando, como no podía ser de otra manera, el razonamiento jurídico.
Estamos rodeados de expertos, pero carecemos de una visión global sobre los problemas que complete nuestra perspectiva y aliente un análisis más completo sobre los mismos. En este sentido, se puede hablar de “crisis de la política frente al imperialismo de la economía” o, dicho de otra forma, cabe constatar la “colonización de la política por la economía”. Un ejemplo reciente es el de Grecia: la histórica elección del Partido Socialista de Papandreu no evitó que este país fuera gobernado por el directorio de los países centrales del euro. De nada sirvió su programa electoral ni la libre participación del pueblo griego en las elecciones. Los líderes de Grecia, en definitiva, habían perdido la autonomía para hacer la política que les pudiera reclamar su pueblo (p. 91). Se imponían los acreedores a los electores (p. 92), pues la política ha ido “al arrastre de la economía” (p. 93). La crisis griega puso en primer plano el condicionamiento de la política por la economía. La deuda de Grecia no era un problema inventado. Se trataba de una terrible dificultad real que genera una espiral diabólica muy difícil de contrarrestar: a mayor deuda, mayores tipos de interés, mayor desconfianza de los mercados y, en el caso de la zona euro, mayores presiones para el ahorro por parte de los socios de la unión monetaria europea. La gran cuestión reside en dilucidar quiénes deben financiar la salida de la crisis. Si algo genera una crisis como la de Grecia es miedo al poner en serio peligro casi todos los logros de nuestro Estado de Bienestar.
Sin embargo, no es menos cierto que más tarde se comprobó que el endeudamiento excesivo es un problema que afecta a la mayoría de Estados europeos y a los Estados Unidos. Por otra parte, es también un hecho difícilmente discutible que en épocas de bonanza económica los gobernantes europeos se atribuían éxitos en este terreno que, en realidad, correspondían a la Unión Monetaria.
En mi criterio, es tan cierto que democracia y capitalismo han caminado siempre de la mano cuanto que los mejores momentos de esa relación se produjeron en el último cuarto del siglo XX. El motivo es que en ese período se alcanzaron las mayores dosis de equilibrio entre forma de Estado y modo de organizar la economía. Lo que sucede ahora no es otra cosa, a mi modo de ver, que lo contrario. Una sucesión de malos tratos del estricto neocapitalismo en el que estamos instalados cuyo destinatario es la democracia. Un neocapitalismo que se encuentra realimentado ahora por los “efectos secundarios” del COVID-19 con los mismos síntomas que en la recesión de 2008: crisis económica, destrucción progresiva de las clases medias, grave deterioro del tejido productivo, caída alarmante del consumo y miedo generalizado en la sociedad.
En este contexto se va imponiendo progresivamente una suerte de pensamiento único fundamentado en una posición que tiende a la conservación de lo que ya tenemos más que tratar de proyectarnos hacia mayores cotas de progreso. Se va perdiendo así la ilusión y la iniciativa orientada al logro de una sociedad más justa y evolucionada. Así las cosas, las posiciones conservadoras tratan de combatir los miedos “en y desde” el interior de las fronteras de los Estados. Las propuestas “de izquierdas”, sin embargo, se orientan preferentemente a una modificación de la acción política para encaminarla a las formas de gobernanza global fundamentadas en la interdependencia entre los Estados.
Desde la crisis de 2008, cuyos efectos por lo demás han desbordado lo propiamente financiero, se ha producido una progresiva pérdida de soberanía en los países endeudados de la Eurozona. La política se ha visto reducida a la mera administración. Se confirma así una “absoluta impotencia de lo político”, incluso en el caso de que el partido gobernante goce de la mayoría absoluta. Y ello por la existencia de un sistema económico global con fuerte interdependencia de los Estados en Europa que comparten políticas económicas comunes bajo la férrea disciplina de una organización supranacional que es la Unión Europea (p. 93). Todo un ejército de “tecnócratas y expertos hacen acto de presencia permanente en el espacio público”. Determinados actores económicos se aprovechan de esta situación para presentar como inevitables y legítimas decisiones que no lo son necesariamente (p. 95). Finalmente, se ha ido cediendo tanto en esa cercanía de la política al capitalismo que este último parece haber anulado toda posibilidad de “pensar y actuar de modo distinto a sus requerimientos” (p. 97).
En la actualidad, “el tipo ideal del “ciudadano vigilante”, ilustrado y crítico, que había detrás de la democracia que creíamos habitar, ha dado paso más bien al ciudadano primario, indiferente y reactivo, que sólo de mala gana abandona el espacio privado para ocuparse de las cuestiones públicas. Lo hace exclusivamente cuando algún interés suyo concreto se siente amenazado o cuando se haya implicado emocionalmente. En este ambiente, precariedad, marginación social, pobreza, salarios de subsistencia mínima “aparecen como meras externalidades del sistema productivo” (p. 97).
Con toda razón, concluye este capítulo Fernando Vallespín como de él cabía esperar, desde la autenticidad y la honestidad intelectual que preside la totalidad de su obra. Merece la pena reproducir tal conclusión en su literalidad: “Si el conocimiento experto que regula la reproducción del sistema se nos impone como “la gran verdad”, la democracia se convierte en el gran engaño, la gran mentira, en un mero simulacro arropado detrás de sus rituales de elecciones, debates parlamentarios, enfrentamiento entre alternativas y toda la fanfarria de creación de imágenes, narrativas, hipocresía (…)” (p. 98).
Pese a todo, una de las principales amenazas a la democracia está constituida por la pasión desatada en las redes sociales. Como se sabe, las pasiones no generan el clima idóneo para resolver problemas complejos. De este modo, en los procesos electorales el votante escoge, a partir de ese planteamiento pasional, la imagen política que más se adapta a sus preferencias en detrimento de la alternativa que presenta mejores respuestas a la problemática del momento en lo que sería un ejercicio meditado y responsable del derecho de sufragio.
Sin desconocer su complejo momento actual, la democracia, no se olvide, presenta múltiples ventajas. Permite convivir pacíficamente a los discrepantes, expresar la propia opinión en libertad y obligar a los poderes públicos, mediante el control temporal del ejercicio del poder materializado en las diferentes convocatorias electorales, a actuar de modo eficaz en favor de los intereses generales.
En los tiempos actuales, se encuentran en caída libre elementos clave en el sistema democrático como el propio carácter deliberativo de los parlamentos. En efecto, se ha ido perdiendo la libre y leal concurrencia en la escena política de diversos modos de pensar. Esa concurrencia, bajo determinadas condiciones marcadas por el ordenamiento constitucional, favorece la razonabilidad y “la adquisición de información contrastada que nos permite una mejor ponderación de los hechos, una eliminación de los prejuicios y un método más adecuado para elegir las decisiones más pertinentes dadas las circunstancias (…)” (pp. 98-99).
Como bien señala el autor, “No es posible tener claras las preferencias políticas antes de someterlas al proceso deliberativo en el sistema político (…)”. En realidad, nos encontramos ante un “proceso de ilustración recíproca entre libres e iguales” que “debe ser lo que informe la decisión o la elaboración del juicio político” (pp. 100-101).
Sin embargo, lo que nos encontramos hoy en la vida política es un desfile de decisiones sin motivar y una sucesión de imágenes más próximas a lo teatral, a la idea de parecer diferente y, lo que es peor, a una simulación de ser libre sin poder serlo ni tan siquiera pretenderlo (pp. 109-111).
Durante el proceso deliberativo, ahora en declive, no sólo se propicia la aportación de argumentos diferentes, o el que las referencias a circunstancias objetivas se apoyen sobre métodos de investigación fiables, sino también que quienes deliberan adquieran esa cualidad tan esencial en democracia como es la tolerancia.
Pero en esta época escasean los espacios de deliberación, pues no se cumplen los requisitos más elementales para ello, entre los que cabe citar los siguientes: inclusión, racionalidad, libertad y reciprocidad. No hay en la escena pública un enriquecimiento mutuo al escuchar y valorar las opiniones de los demás. Antes al contrario, se busca casi exclusivamente la confirmación de lo que previamente se sostiene. La propia opinión, en un claro alarde de narcisismo, se transforma en algo muy semejante a nuestra propiedad, un componente de nuestra persona estimulado por la participación en redes sociales y la creación en ellas de un perfil propio. De esta manera, todo lo que parezca amenazarla o debilitarla se percibe como un daño propio. Se equipara así la opinión al mero “gusto”. Lo inteligente y sensato sería, muy al contrario, que fuéramos capaces de abandonar una de nuestras ideas para asumir otra que se nos muestre como más ajustada a la realidad o sencillamente más acertada. En este sentido, un ciudadano crítico y culto debería tender a emanciparse de ese tipo de rigideces.
En todo caso, se pierde objetividad cuando aquello sobre lo que opinamos nos afecta directamente. En ese tipo de situaciones tendemos a modular nuestro juicio atendiendo a la influencia que hemos recibido de nuestro entorno de familiares y amigos y al propio relato que hemos construido a partir de dicha influencia.
Concluye Fernando Vallespín la obra que aquí se recensiona con un capítulo final, bajo la expresiva denominación de El bazar de los disfraces. En esta última parte de su libro, el autor retoma lo que ha constituido el hilo conductor del mismo.
El mundo de la discusión en libertad cede el paso en nuestro tiempo “a una situación en la que las cuestiones propiamente políticas acaban planteándose como problemas técnicos. No es ya la comunicación abierta y la libre deliberación lo que decide cómo hemos de vivir” (p. 134). En este sucedáneo del concepto de libertad “las cosas son como a cada cual le parecen que sean”. Mientras tanto, la verdad es administrada por expertos y gestores (p. 137). La “realidad política” de hoy es una “realidad filtrada, opinada” desde los medios de comunicación (p. 138). Al final, el hecho en sí casi desaparece. Únicamente permanecen “las palabras sobre los hechos”. Son esas palabras “las que al final acaban poseyendo el carácter de realidad, no los hechos en sí”. Para evitar este fraude de relatos impostados, sería necesario “dejar brotar alternativas a lo que se considera como necesario y controlar desde abajo a los actores políticos” (pp. 139-140).
La realidad, sin embargo, es muy diferente: para el poder político es más importante la estrategia de comunicación que lo que realmente se comunica. En efecto, de lo que en verdad están los políticos muy pendientes es de cómo percibe el pueblo la realidad que ellos construyen (p. 141). Los medios de comunicación desenmascaran en ocasiones estas técnicas de ocultación de la realidad diseñadas por los gobernantes. Sin embargo, no suelen hacerlo al servicio de la verdad, sino de sus grupos políticos afines, de uno u otro signo. Son las formaciones políticas las beneficiadas por un escenario hoy incontestable: no existe otra realidad que la que aparece en los medios.
De esta forma, y con este objetivo, no son pocos los casos en los que la oposición, en lo que constituye una de las principales carencias de nuestra democracia, se construye lejos del parlamento, en los medios de comunicación y por los propios periodistas, en el marco de una ciudadanía poco atenta a la vida pública (p. 143).
En consecuencia, prepondera la visión puramente mediática de la política, de la mano de los medios de comunicación, frente a la verdaderamente reflexiva a cargo de unos ciudadanos suficientemente formados en valores cívicos y cultura constitucional. Los políticos acostumbran a situarse, de este modo, en un ámbito de frivolidad, de comedia, que únicamente se convierte en drama en tiempos de crisis, ya sea económica o sanitaria. Entonces sí, reaparece en los representantes del pueblo la “voz engolada”, en todo un ejercicio de recuperación de la ya casi olvidada “mirada seria y gesto responsable” (pp. 146-148).
A lo anterior, ha de añadirse una curiosa paradoja: para que lleguemos a apreciar a los políticos necesitamos verlos en su cara más hipócrita, disfrazados de “personas normales”. Se registra una práctica “desaparición en nuestros sistemas políticos de una pausada y reflexiva argumentación pública, provocándose asimismo un aumento del cinismo y la hipocresía” (pp. 147-148).
A todo este escenario ha contribuido la pérdida de relevancia de la prensa escrita en favor de los medios de comunicación audiovisuales. Ello conlleva análisis cada vez más esquemáticos, columnas y artículos de extensión progresivamente más reducida. Unos textos en los que se pretende hacer preponderar el impacto, el escándalo, la disputa, el conflicto o el descrédito del adversario. Lejos quedan entonces la búsqueda de la objetividad, la escucha atenta y considerada de los razonamientos del discrepante (que ha de incluir la posibilidad de ser convencido por el rival político, que no enemigo) y la opinión serena sobre las alternativas que se abren ante cada problema (p. 149). Lo cierto es que la política actual parece haber alterado su finalidad, no se trata tanto de desarrollar el juicio político como de impactar en la realidad, de asombrar, de escandalizar y de generar conflictos y disputas, algo que, a su vez, y paradójicamente, coincide con la creciente convergencia de los partidos políticos en el centro (p. 149).
Las Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TIC) comportan una forma de sociabilidad muy diferente a la de las modalidades presenciales. La globalización no sólo ha acelerado el desarrollo tecnológico, sino que realmente ha transformado la relación de los seres humanos con las dimensiones de espacio y tiempo previamente conocidas.
En efecto, por una parte, favorecen la creación de vínculos más fuertes y duraderos entre las personas al no existir límites derivados de la distancia. Pero, por otra, se trata de una modalidad en muchos casos fría y de emisor anónimo que genera, en muchas ocasiones, relaciones banales entre las personas. La vida se convierte en virtual y lo virtual en prácticamente lo único real. Quien no está conectado prácticamente no existe (pp. 153-156). En realidad, se comunica la experiencia en el mismo momento en que es vivida. Se prefiere la sinceridad “virtual” que la “presencial”. Es más importante la vida que se comunica que la realmente vivida.
En realidad, ya no hay personas que se encuentran o se citan para intercambiar ideas, opiniones o sentimientos. Lo que existen son individuos en red “que viven para comunicar”. Quienes se conocen por Internet cuando se encuentran de modo presencial tienen la sensación de que ya lo saben todo del otro. Como oportunamente recuerda el Profesor Vallespín, “justo lo contrario de lo que ocurre en los encuentros de la realidad presencial, cuyo encanto consiste en ir conociéndose poco a poco (…)” (p. 157).
Por otra parte, la política es ya inimaginable al margen de la realidad virtual de las redes sociales. Se puede hablar de un homo interneticus u homo webensis. Las redes sociales están en el origen de las grandes movilizaciones ciudadanas. En principio parecían destinadas a las relaciones estrictamente personales. Sin embargo, en poco tiempo se han convertido en un medio realmente poderoso en el ámbito del activismo político y de la movilización social (p. 158).
Entre los aspectos más negativos de las redes sociales y su efecto de retroalimentación permanente, especialmente en períodos electorales, ha de señalarse su tendencia a incrementar la radicalización y potenciación de los conflictos y su capacidad de promover planteamientos extremistas de todo tipo. En ese entorno, como fácilmente puede comprenderse, se favorece extraordinariamente el acceso al poder de movimientos populistas poco respetuosos con las reglas democráticas. Si hay algo temible en democracia son los radicalismos.
En todo caso, el problema principal no es la enorme cantidad de información a la que se puede acceder. Hoy en día la dificultad radica en su adecuada selección, para que resulte realmente útil y significativa, y en su fiabilidad.
Por de pronto, Google nos “jerarquiza la información en función de nuestras preferencias habituales”. A ello se une una irrefrenable tendencia a la agregación comunicativa con quienes se tiene afinidad. De esta forma, el ciudadano se introduce, a través de Internet, en distintos guetos comunicativos. Se aleja así progresivamente del “ideal democrático de la confrontación de opiniones” (pp. 161-162).
Las grandes marcas periodísticas mantienen su prestigio sobre la base de no introducir noticias falsas, aunque mantengan el apoyo implícito a una o varias formaciones políticas de las que también reciben el correspondiente trato favorable.
Hay que reconocer que el uso de Internet transforma, de manera a la par incontestable e inevitable, “al individuo y sus actitudes y capacidades cognitivas, sociales y políticas”, Sin embargo, conviene no olvidar que “Internet, como el espacio público, es el bazar de los disfraces, Cualquiera puede ser quien no dice ser, permite crear realidades paralelas, identidades falsas, visiones del mundo propias que no se corresponden con ninguna realidad”. Todo ello, nos conduce a concluir, en completo acuerdo con el autor, que Internet es “a la vez que el reino de la libertad, el reino de la mentira” (p. 163).
Los políticos ya no necesitan mentir: simplemente construyen la realidad a su medida y a la de su partido para ocultarnos la verdad de sus acciones. Se han convertido, en demasiadas ocasiones, en intermediarios, en meros gestores de las decisiones que adoptan otros (por ejemplo, empresas eléctricas, un amplio elenco de multinacionales, grandes despachos de abogados, especuladores financieros y compañías tecnológicas) y tienen que aparentar imparcialidad y ejecutividad en esa tarea delegada y bien retribuida a posteriori (con puestos de trabajo de alta remuneración e incluso especialmente escrupulosos con las normas de conciliación entre la vida laboral y la personal al abandonar la política) cuando, en realidad, están más cerca de ser, a criterio del comentarista de este excelente libro, marionetas movidas por su propia vanidad que representantes del pueblo en sentido propio.
Tiene razón Fernando Vallespín cuando advierte que “lo más interesante del caso es que ‘nos gusta vivir en la ficción” (p. 167). Comparto esta opinión del autor. En efecto, tampoco está claro que, más allá del hastío por la proliferación de casos de corrupción, el ciudadano premie a un político que le diga “la verdad”. El político, en definitiva, se ha ido especializando en decirle al elector lo que desea oír.
Como concluye certeramente el autor, urge una alteración de la forma en la que se lleva a cabo la acción política, pues “se nos ha caído un modelo y necesitamos urgentemente otro. Y eso pasa por recuperar el lugar de la acción política, recobrarla ampliando el ámbito sobre el que se pueda ejercer, haciéndola más cosmopolita y capaz de oponerse a los grandes intereses que se cobijan detrás de ese orden que impera sin alternativas” (p. 168).
Desafíos globales, como el cambio climático, requieren una más decidida y eficaz cooperación trasnacional. Si bien lo más probable es que a medio plazo el Estado siga siendo el protagonista principal de este tipo de políticas, es imprescindible que sea capaz de asumir e interiorizar esta otra acción exterior cooperativa imprescindible en mundo definido por la interdependencia.
Finalmente, cabe constatar, siguiendo al autor, que muy pocos son los realmente conscientes de que su voluntad de votar a una opción política puede ser manipulada y alterada a través de propaganda subliminal.
Mientras tanto seguiremos en la peor de las mentiras, sentencia el Profesor Vallespín: “la de imaginarnos libres sin saber que hemos perdido la capacidad de hacer un uso efectivo de la libertad” (p. 168).
Pone punto y final al libro una extensa, variada y muy bien seleccionada bibliografía.
Como dijera hace ya mucho tiempo el Profesor Roberto Luis Blanco Valdés, (La Voz de Galicia,10/03/2013), estamos inmersos en demasiados casos en la farsa de la política en estado químicamente puro: lo que hoy es blanco se convierte en negro al día siguiente y viceversa. Y lo decía elogiando la obra aquí y ahora recensionada, a la que califica con toda razón como un “libro imprescindible”, y empleando, en su literalidad, las palabras del Profesor Vallespín: “vivimos en una constante situación de simulacro, como si estuviéramos asistiendo a una farsa, de forma que la política democrática está cada vez más dominada por la ficción o el puro engaño”.
La historia contemporánea muestra, en los países de nuestro entorno político, un sistema de partidos afectado por la transformación del Estado como consecuencia de los impactos de la crisis económica cuyos efectos se mantienen a lo largo del tiempo. Estas transformaciones, en los partidos y en las estrategias de comunicación política (que se han planteado para una sociedad más inmadura de lo que en realidad se ha demostrado que es la nuestra), han alejado en demasiadas ocasiones a estas asociaciones privadas, de capital relevancia constitucional, de los objetivos relacionados de modo inmediato con la propia democracia: en esencia, la convivencia en libertad e igualdad.
Si, como ya se comentó, se modifica el título del libro, “la mentira os hará libres”, y se transforma en su contrario, “la verdad os hará libres”, resultará fácil concluir que se requiere, de manera urgente, un esfuerzo por recuperar la esencia de los partidos políticos, en clave de ética (más allá de cualquier formalismo normativo), transparencia y democracia. A ello habría que sumar una ciudadanía verdaderamente exigente (con resultados visibles, como ha sucedido en nuestro país con la ruptura del bipartidismo en las urnas) y formada en valores cívicos y cultura constitucional (la asignatura pendiente de nuestro sistema educativo que nos haga comprender que vivir en democracia conlleva elementales obligaciones como permanecer informados o participar responsablemente en la vida pública). El producto de dicha suma, me parece, podría tal vez situarnos en el buen camino que conduce a la recuperación de la confianza en nuestros representantes y, a través de ella, en la propia democracia.
En definitiva, la obra de referencia constituye un estudio original, apasionante y de excelente calidad científica, tanto desde el punto de vista argumentativo cuánto si se repara en el magnífico soporte bibliográfico empleado. Todo ello conduce a constatar, sin ningún género de dudas, que la lectura de este libro es altamente recomendable, con carácter general, para cualquier universitario culto, preocupado por el desempeño de la actividad política en la democracia de nuestro tiempo y, de manera particular, tanto para los estudiosos de la Ciencia Política como para quienes nos dedicamos al cultivo del Derecho Constitucional.