Icade. Revista de la Facultad de Derecho | nº 110 [julio-diciembre 2020] [ISSN 2341-0841]
DOI: 10.14422/icade.i110.y2020.001
Crisis económicas: un problema constitucional — A propósito de la COVID

Economic Crisis: A Constitutional Problem — Speaking of COVID
Autor
Miguel Azpitarte Sánchez
Universidad de Granada
E-mail: mazpitar@ugr.es
Resumen

Este trabajo analiza la reacción de la Unión Europea ante la crisis económica provocada por la COVID. Para entender la relevancia constitucional de las medidas adoptadas, se comienza recordando el problema político que implican las asimetrías económicas. Desde ese punto de partida se estudia el papel que ha jugado la integración europea en la resolución de este tipo de problema. En este contexto se analiza primero la respuesta que se creó en la crisis de 2008 y la que se ha puesto en marcha en la crisis de 2020. En ambos casos se ha dado lugar a una serie de medidas que suponen una sustancial transformación de los principios político-constitucionales que organizan la gobernanza económica en la Unión. Se termina con una reflexión sobre las dificultades de abordar análisis de lege ferenda en el campo del derecho constitucional de la Unión.

This paper analyzes the reaction of the European Union to the economic crisis caused by the COVID. To understand the constitutional relevance of the measures adopted, I begin recalling the political problem that economic asymmetries imply; I try to underline the role that the European integration has played in solving this kind of problem. In this context, I analyze the reaction to the 2008 and 2020 crisis. In both cases, a series of measures has made a substantial transformation on the constitutional principles of the economic governance in the Union. The paper ends with a reflection on the difficulties of addressing analysis de lege ferenda in the field of constitutional law of the Union.

Key words

COVID; crisis económica; integración europea

COVID; economic crisis; European integration

Fechas
Recibido: 21/12/2020. Aceptado: 08/01/2021

1. Introducción

La enfermedad del coronavirus ha tenido evidentes consecuencias políticas. La más llamativa en España, la declaración del estado de alarma. El debate constitucional ha sido incesante, porque, a fin de cuentas, se trataba de combatir la pandemia mediante el confinamiento, una medida que tiene su primera aplicación en un régimen autoritario, China, y que supone el reconocimiento del fracaso del Estado en la búsqueda de soluciones menos invasivas.

En estas páginas, sin embargo, quiero ocuparme de la reacción frente a la quiebra económica generada durante la emergencia sanitaria. Sin duda, el modo en que se ha organizado la respuesta, esencialmente a través de la Unión Europea, tiene una importancia constitucional capital, a mi juicio superior a la del estado de alarma. Para explicar esta afirmación, brevemente voy a detenerme en el problema político de las asimetrías económicas, recordando qué lugar ocupa el proceso de integración en esta cuestión. A continuación, repasaré las medidas económicas que se adoptaron durante la crisis de 2008. Conllevaron un cambio trascendental en los presupuestos político-constitucionales de la Unión, pues frente al modelo diseñado en los Tratados —que hacía responsable a cada Estado de sus dificultades económicas— se introdujo la regla de la asistencia mutua cuando peligrase la estabilidad del euro, cambio que supuso al menos un cierto grado de solidaridad. Finalmente me centraré en los instrumentos aplicados en la crisis de 2020, en la que se han arbitrado mecanismos que profundizan en la idea de solidaridad —transferencias redistributivas, deuda mutualizada y ayuda al desempleo— y reflejan algunas piezas propias del Estado federal.

2. El problema de las asimetrías económicas

Las asimetrías económicas hacen presente la experiencia de la desigualdad: nacer en un determinado lugar implica tener mejores o peores posibilidades de prosperidad1. La respuesta a este problema varía según la unidad política en la que se plantee. Si lo formulamos en el ámbito del Estado constitucional contemporáneo, encontramos hoy una solución estándar en su planteamiento general. Conjuga políticas presupuestarias y tributarias de redistribución con la mecánica de las libertades de la economía de mercado (propiedad, contrato, empresa, herencia), definiendo lo que tradicionalmente se califica como Constitución económica2. Así, las decisiones personales (en forma de consumidor o productor) marcan diferencias que toleramos siempre que aseguremos un cierto nivel de servicios públicos, entre ellos una garantía vital mínima al conjunto de los ciudadanos.

Esta respuesta parte de una premisa ontológica, que nos remite al sentido de pertenencia, según el cual estamos dispuestos a ceder algo de riqueza a nuestros conciudadanos; difícilmente mantendríamos una postura semejante si nuestros ingresos fuesen a parar a otros Estados3. Es verdad que cabe una visión más descarnada, que sostendría que las políticas de redistribución son una parte menor del gasto público y que las toleramos si componen un paquete destinado a generar bienestar para el beneficio común. O incluso podemos afirmar que admitimos la redistribución porque evita conflictos sociales que arriesgan el funcionamiento de la economía tal y como la conocemos. Da igual, tomemos una u otra perspectiva, la premisa de la pertenencia es el eslabón necesario de las políticas de redistribución con las que afrontamos los desequilibrios económicos.

La solución a este problema se hace más difícil cuando superamos la frontera del Estado y pensamos la cuestión en el contexto de la economía internacional. La dificultad nace, precisamente, porque no se da el a priori de pertenencia que justificaría las iniciativas redistributivas. Ahora bien, si fijamos nuestra atención en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, recordaremos cómo en el mundo de las superpotencias, se ponen en marcha, a uno y otro lado del telón de acero, procesos de redistribución entre Estados, en los que el criterio de la nacionalidad es sustituido por el ideológico. No es preciso subrayar que la inversión de los Estados Unidos o de la Unión Soviética fuera de sus fronteras estaba subordinada al cumplimiento de unos determinados parámetros4.

3. La integración económica y monetaria de la Unión en el contexto de las asimetrías económicas

El ingenio de la integración europea profundiza en los procesos de cooperación que se iniciaron tras la Segunda Guerra y en verdad quiere ser una alternativa, o al menos una matización al diseño americano para Europa. Siempre es bueno tener presente que la integración económica terminó siendo la salida frente al fracaso de aspiraciones mucho más profundas, como fueron la Comunidad Política Europea y la Comunidad Europea de Defensa. A principios de los cincuenta se tenía claro que el primer paso en la integración había de ser político, apropiándose para el ámbito supranacional de los elementos con los que se estaba reconstruyendo el Estado constitucional en nuestro continente. El resto de la historia es bien conocido. Fracasado este proyecto, la integración se reconduce a la creación de un mercado interior que erradicase las medidas proteccionistas, dejando el espacio natural de la política, entre ellas las políticas de redistribución, a los Estados miembros. La Comunidad Económica Europea pasaría así a cumplir una función compensatoria del Estado, centrada esencialmente en evitar el proteccionismo5.

En este contexto, la integración monetaria se va abriendo paso como una pieza necesaria, como el colofón del mercado interior (Urwin, 1995, pp. 229 y ss). Pero desde el principio esa integración monetaria, que venía rodada por el Sistema Monetario Europeo, respondió a un proyecto político-constitucional claro, que mirado de cerca no puede concebirse como una necesidad inexorable, sino que responde a una elección precisa. Algunos elementos denotan su sentido.

El primero es la neutralización del Banco Central Europeo como pagador de última instancia (artículos 123 y ss. TFUE). Se cortaba así desde el inicio una de las funciones típicas de los Bancos Centrales, a saber, la capacidad de comprar bonos del tesoro de forma ilimitada, regando el mercado de dinero. No es un instrumento para el día a día, pero se conoce de sobra su utilidad en las crisis económicas.

En segundo lugar, se reservaba a los Estados el diseño de la política económica y presupuestaria. La Unión no estaba llamada a definir una política económica global. A lo sumo, había de coordinarla partiendo de unos parámetros normativos —deuda pública y déficit— que en caso de deteriorarse en un Estado, forzarían un procedimiento orientado a la recomposición de los fundamentales de la economía nacional (art. 121 TFUE).

En tercer lugar, esta reserva de la política económica y presupuestaria al Estado impedía a la Unión contar con un tesoro propio, capaz de generar ingresos a través de la emisión de deuda. De ahí que el presupuesto de la Unión sea famélico en comparación con el de los Estados, carente además de una verdadera potestad tributaria y alimentado básicamente con las transferencias estatales, negociadas cada cinco años en la Decisión sobre recursos propios.

Todos estos elementos confirman la idea de que la Unión no nació con vocación redistributiva6. La política económica y presupuestaria es cuestión de los Estados y a ellos les corresponde responder ante el mercado cuando sus posibilidades de financiación se ven mermadas.

4. La respuesta a la crisis de 2008

Durante y tras la crisis fueron muchos los estudiosos y dirigentes políticos que clamaron el “ya lo decía yo”, para referirse a los supuestos problemas de diseño de la Unión económica y monetaria. Pero me gustaría subrayar que esa configuración no se trataba de un error técnico, sino de la opción por una determinada comprensión de los equilibrios entre la Unión y los Estados. El modelo encajaba en el llamado neoliberalismo, en cuanto que categoría histórica y de teoría política (Ther, 2016, pp. 86 y ss.). Desde este punto de vista, la respuesta adecuada a la crisis tendría que haber residido sin más en el mercado, de suerte que los Estados con crisis de liquidez y solvencia deberían haber adoptado las medidas que les permitiesen ganar la confianza de los inversores privados, recobrando así la liquidez7.

Pronto se demostró que esta visión teórica no tenía recorrido real. Se hizo más que nunca presente la admonición de Polanyi (2001) sobre la relevancia que tiene la velocidad de los cambios. Un ajuste con la rapidez que exigía el modelo neoliberal hubiera conducido a más de un Estado a la quiebra, con las consecuencias sociales que se pueden imaginar. Difícilmente se hubiera salvado la moneda común. En definitiva, la crisis del 2008 puso sobre la mesa una serie de preguntas políticas: ¿para qué compartir una moneda, y con ella un espacio de libre cambio, si dejan desnudo ante las crisis?, ¿de verdad en el campo de la integración monetaria puede sostenerse que un Estado es responsable único de sus tensiones de liquidez y solvencia? ¿Cuántos de los problemas de las crisis de 2008 no fueron debidos a una política monetaria desbocada, que minimizó los controles de riesgo crediticio?

La respuesta a estas insidiosas preguntas se fue componiendo a marchas forzadas, según se agolpaban los acontecimientos. Pero se hilaron a partir de una nueva premisa política: cuando las dificultades de un Estado ponen en riesgo la zona euro, los Estados que comparten la moneda deben adoptar medidas adecuadas para asistir a ese Estado8. Por tanto, no se deja al Estado a su suerte, pero tampoco se le atiende por la mera razón de pertenecer a la Unión, sino que la intervención se activa en el momento en el que el problema individual pasa a ser colectivo. Esto supone un cambio significativo, revolucionario si se quiere, en comparación con la lógica inicial de la Unión económica y monetaria, basada en la responsabilidad individual de cada Estado.

La novedosa premisa política que habilita el apoyo de los Estados que comparten la moneda única se proyecta en términos técnicos a través de cuatro instrumentos. Dos de ellos, las medidas heterodoxas del BCE y el Mecanismo Europeo de Estabilidad (desde ahora MEDE), son instrumentos para encarrilar las crisis y en tiempos de normalidad han de quedar adormecidos. En cambio, el llamado Semestre europeo y la supervisión bancaria son piezas que se han insertado en la estructura ordinaria de la Unión. Comencemos con los primeros.

El BCE, con su presidente Mario Draghi como figura destacada9, llenó la escena política imponiendo su comprensión de la crisis y las medidas para afrontarla. Entendió el BCE que los shocks asimétricos se debían en gran medida al euro y no al desempeño concreto de los Estados afectados. ¿Cómo se explica, por ejemplo, que un país como España, que contaba con superávit en el 2008, incurriera en crisis de liquidez y solvencia, si no fuese por la deuda bancaria propiciada por el bajo coste del dinero que trajo consigo el euro? El BCE entendió que necesitaba reparar los desequilibrios derivados de la moneda común y decidió suministrar liquidez al sector financiero y, luego, a los Estados (European Central Bank, 2010 y 2011). En el primer caso sus estímulos heterodoxos consistieron básicamente en prolongar los plazos de los préstamos, aunque quizá esta fue una de las medidas menos eficaces, dado que muchas de las entidades bancarias prefirieron dejar a depósito el dinero en el propio BCE, antes que inyectarlo en la economía productiva. Esta circunstancia señaló las limitaciones institucionales del BCE, que una y otra vez reclamó inversión pública que activase nuevamente el ciclo económico, consciente de la insuficiencia de sus poderes.

El segundo supuesto, el de la compra de títulos públicos, fue el más cuestionado. Los artículos 123 y 125 del TFUE prohíben al BCE adquirir deuda pública directamente de los Estados. Pero el BCE consideró que no quedaban fuera de su alcance los mercados secundarios, de suerte que se las ingenió para prestar dinero a toda entidad bancaria que garantizase el crédito con títulos públicos, por ejemplo, españoles o italianos. A trompicones, el BCE se ha convertido en pagador de última instancia, capaz de poner en marcha programas de quantitative easing similares a los de la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra. La importancia constitucional de esta medida ha tenido reflejo en las disputas judiciales que ha generado. Primero ante el Tribunal de Justicia, que en Gauweiler y Weiss ha avalado las medidas con un juicio laxo, dejando amplio espacio al BCE en la interpretación de sus potestades10. Y luego ante el Tribunal Constitucional Federal alemán que, si en una primera sentencia coincidió con el Tribunal de Justicia, recientemente ha puesto en duda la profundidad del juicio que el Tribunal europeo ejerce sobre el BCE11.

La segunda medida de reacción rápida ha sido el MEDE. En paralelo a las dosis de liquidez que generaba el BCE, aún quedaba por resolver el problema de la falta de solvencia de algunos Estados. La solución arbitrada siguió la línea habitualmente utilizada por el Fondo Monetario Internacional: préstamos cuyo desembolso está condicionado a un plan de reformas. La introducción de este tipo de técnica en el corazón de la Unión política y monetaria (aunque extramuros de los Tratados de la Unión), proyecto estrella del proceso de integración, ha tenido un gran impacto en términos simbólicos, pues se aleja de las técnicas típicas del principio de solidaridad, asumiendo instrumentos propios del derecho privado, concretamente de la relación acreedor/deudor. El Estado necesitado de ayuda solicita una de las líneas de crédito, que se le otorga previo pacto de las condiciones en el llamado Memorando de entendimiento. Pero el MEDE, además, trastoca la estructura política del proceso de integración, en tanto que el criterio poblacional deja de ser un elemento crucial en la toma de decisiones, abriendo paso a la aportación de capital como principio que atribuye el número de votos dentro del MEDE (en términos fácticos, dando a Alemania un poder cualificado12).

La pieza esencial del MEDE ha sido el Memorando de Entendimiento, esto es, el pliego de condiciones que habilitarían el desembolso de la ayuda a los Estados en dificultad. El primero de ellos, el griego, era simple y llanamente un texto leonino encaminado a desmotar las piezas del Estado social y a minimizar la inversión pública. Y aunque luego su fuerza se ha ido modulando según el tipo de préstamo pedido por cada Estado, la senda quedó trazada y nos ha llevado a una situación política inédita: la depauperación de la población (desempleo y precariedad laboral) dirigida desde el poder público.

El Semestre Europeo, tercer elemento que surge en el fragor de la crisis de 2008, asume que una moneda común requiere algo más que parámetros económicos definidos por el Derecho. Recordemos que inicialmente el punto central de la Unión económica y monetaria fue la fijación como criterio normativo de las cifras de deuda pública y déficit a las que habían de someterse todos los Estados (todavía hoy en el Protocolo núm. 13 sobre los criterios de convergencia). Se pensaba que de este modo se lograría una estructura común respetando la libertad de los Gobiernos nacionales para definir su política económica. Pero la crisis hizo insostenible esta visión. Y aunque en parte se profundizó en esta línea13, también se dio paso al impulso de la política económica desde la Unión.

El instrumento que le da cuerpo es el Semestre Europeo (Verdun & Zeitlin, 2018, p. 137). Como se sabe arranca en noviembre con el Estudio Prospectivo Anual de Crecimiento de la Comisión, que propone unas orientaciones políticas mediante las cuales analiza los proyectos estatales de presupuestos y sus planes de reformas. En los meses de invierno, la Comisión publica su revisión de cada Estado, que luego dará lugar a unas recomendaciones que han de ser recogidas en el plan de reformas y el proyecto de presupuesto nacional. El estudio es aún más exhaustivo para aquellos Estados que se consideran en riesgo de desequilibrios macroeconómicos, que tendrán que elaborar un plan corrector y en última instancia pueden incluso padecer sanciones.

Indiscutiblemente se trata de un mecanismo de dirección política. La Unión intenta determinar, al menos a grandes rasgos, la línea económica de los Estados miembros. Pero, curiosamente, se trata de una suerte de soft politics porque en ese impulso se carece de los instrumentos necesarios para una gestión centralizada, como sería una potestad de gasto con su propia Administración o competencias normativas. Realmente se sostiene sobre la auctoritas de la Unión, en tanto que los Estados miembros no quieren padecer un reproche en sus presupuestos o planes de reforma. Es cierto que el Semestre Europeo posee también un componente coercitivo, pero es al final del procedimiento de desequilibrios macroeconómicos, que en verdad nos sitúa ante un escenario de crisis total para un Estado, que además incurriría en una deslealtad manifiesta al no querer presentar los planes de corrección. La coerción está ahí, pero diseñada para no ser utilizada.

Nos queda finalmente el cuarto elemento, la supervisión y resolución bancaria. En este campo se ha producido un fenómeno extraño. El modelo teórico sigue siendo el mismo, a saber, la atribución a un ente independiente de las potestades de supervisión y resolución; pero en este caso, se sube un escalón y se les retiran a los bancos centrales nacionales para atribuírselas al BCE (supervisión) y a la Junta Única de Resolución (JUR). Es un caso típico en el que la teoría política identifica el lugar óptimo para fijar la responsabilidad; y, a la vez, supone una enmienda a la totalidad en relación al modo en el que se habían ejercido las competencias de supervisión por parte de las instituciones estatales.

Como se ha dicho, la lógica permanece inalterada. Pero al subirse un escalón se produce una obvia centralización en el BCE y la JUR, y una sutil remodelación de la organización administrativa de la Unión. Sabemos que a la Unión la distingue el hecho de carecer de una Administración propia en los territorios de los Estados miembros. Una primera razón de esta situación se debe a la imposibilidad de montar una estructura completa en el arranque de las Comunidades. Hay, además, otro motivo de naturaleza democrática, por el cual la Unión se apoya en las Administraciones nacionales, pues en ellas se deposita toda la carga conceptual del principio democrático (reserva de ley, principio de legalidad, etc.). La supervisión y resolución bancaria modifican esta cuidada estructura, generando una Administración centralizada, que si bien sigue apoyándose en la Administración estatal, lo hace ahora a través del principio de jerarquía administrativa. En efecto, el BCE dentro de sus competencias de supervisión formula requerimientos de información (art. 10)14, realiza inspecciones in situ (art. 12), autoriza las fichas bancarias (art. 14), evalúa las adquisiciones de participaciones cualificadas (art. 15) y puede exigir toda una panoplia de medidas de supervisión (art. 16): elevar los fondos propios, refuerzo de estructuras, plan de restablecimiento de los requisitos de supervisión, marcar una política de dotaciones, imponer el abandono de actividades, reducción de riesgo, uso de beneficios netos para reforzar fondos propios, prohibir la distribución de dividendos o imponer requisitos específicos de liquidez. No son menos llamativas las competencias de resolución bancaria, pues la JUR determina si una entidad ha de ser resuelta (art. 18) y el modo de resolución (art. 23 y ss.). Sin olvidar que también cuenta con un amplio abanico de competencias de investigación (art. 34 y ss.)15.

5. La respuesta a la crisis de 2020

La crisis económica derivada de la COVID ha coincidido con la negociación del Marco Financiero Plurianual (art. 313 TFUE) y la Decisión de recursos propios (311 TFUE), piezas claves en la definición de la actuación económica de la Unión. Al momento de escribir estas líneas, el acuerdo político en torno a estos dos actos está muy avanzado, sin embargo, me parece prematuro tratarlo en estas páginas. Voy a centrarme en las medidas que ha adoptado el BCE y en el Plan de Recuperación, que acopia 760 mil millones de euros para invertir a corto plazo16.

5.1. Las medidas del BCE

La respuesta del BCE a esta crisis ha sido inmediata, prolongando las soluciones heterodoxas que ingenió en la de 2008. Los riesgos eran obvios dada la hibernación de la economía, de ahí que, en el contexto de la política monetaria, se planteasen tres objetivos claros: estabilizar los mercados, garantizar el crédito y frenar la deflación (Lane, 2020, 6 de octubre; Mersch, 2020, 2 de noviembre).

En marzo de 2020, lo primero que hizo el BCE fue volver a introducir programas de refinanciación a largo plazo (targeted longer-term refinancing operations — TLTRO), a través de los cuales se presta dinero a las entidades bancarias por un periodo que puede llegar hasta los 3 años, dando mejor interés en proporción al número de préstamos a las empresas y a los hogares. También en marzo se amplió el Programa de adquisición de activos (Asset Purchase Programmes — APP) con sus diversas líneas: de compra de bonos corporativos, bonos de titulación de activos, valores públicos en los mercados secundarios17 y de bonos garantizados. Pero este programa se reforzó, y ahí radica la clave, con el Programa temporal de compras de emergencia en caso de pandemia (Pandemic emergency purchase programm — PEPP), que destina 750 billones a la adquisición en los mercados secundarios de renta fija negociable del sector público, cuyo límite temporal inicial fue junio de 2021, luego ampliado al 2022. Además, este programa de emergencia gana en flexibilidad, dejando a un lado los límites de cuota por país establecidos en el artículo 5 del régimen ordinario18.

No menos relevante es el acuerdo coordinado de swap y repos para garantizar la liquidez en dólares americanos, alcanzado en marzo por el BCE, la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra, el Banco de Japón, el Banco de Canadá y el Banco Nacional de Suiza. Esta medida ha permitido al BCE suministrar moneda americana a las entidades europeas, rebajando sustancialmente el precio de financiación. Pactos recíprocos de liquidez, que, además, aseguran la estabilidad del mercado financiero internacional (Panetta & Schnabel, 2020, 19 de agosto).

5.2. El plan de recuperación europea (NextGenerationEU)

5.2.1. SURE — Instrumento europeo de apoyo temporal para atenuar los riesgos de desempleo en una emergencia (SURE) a raíz del brote de COVID-1919

Uno de los rasgos más acusados de la anterior crisis económica fue la miopía de la Unión Europea ante la dimensión social de la crisis. Podría incluso sostenerse que la pauperización a través del desempleo y la precariedad laboral que trajeron las medidas de austeridad se entendieron como una consecuencia necesaria para garantizar un tipo de recuperación basada exclusivamente en la productividad empresarial. Seguramente la Unión no podía permitirse profundizar en esta dirección, de ahí que el aspecto social haya sido un elemento central.

Fruto de ello es el Programa SURE, de duración temporal limitada (31 de diciembre de 2022 – art. 12.3, si bien prorrogable según el apartado 4), que asciende a cien mil millones de euros (art. 5) complementario a las medidas estatales (art. 2) y que consiste en asistencia financiera para aquellos Estados que lo soliciten, siempre que su gasto público real o previsto “hayan aumentado de forma repentina y grave desde el 1 de febrero de 2020 debido a las medidas nacionales directamente relacionadas con regímenes de reducción del tiempo de trabajo y medidas similares que tengan por fin hacer frente a las repercusiones económicas y sociales del acontecimiento excepcional causado por el brote de COVID‐19” (art. 3)20.

Junto a la dimensión social, un paso revolucionario es su financiación a través de deuda pública de la Unión, canalizada mediante bonos sociales (art. 4). Por primera vez la Unión recurre a los mercados financieros para apoyar su política de recuperación. Uno de los temas tabús durante la anterior crisis se ha resuelto en esta sin mayor dilación.

Para el diseño de la ayuda se sigue en parte el modelo establecido en el MEDE, puesto que la financiación se articula a través de un préstamo. La concesión se autoriza en una Decisión de ejecución del Consejo, a propuesta de la Comisión, a la que el Estado ha de acreditarle ese crecimiento repentino del gasto público (art. 6). Finalmente, se celebra un acuerdo de préstamo entre la Comisión y el Estado miembro. Existe, sin embargo, una diferencia sustancial y es que, en este caso, a diferencia del MEDE, la ayuda no viene acompañada de un pliego de reformas.

Finalmente, señalar que a la limitación temporal y de cantidad, también hay que añadirle el reparto en cuotas. El artículo 9 advierte que los tres países que mayor financiación reciban no podrán superar el 60% del importe máximo; ni podrá gastarse el 10% del fondo en un año.

5.2.2. REACT — Ayuda a la Recuperación para la Cohesión y los Territorios de Europa

El problema central que quiere abordar el programa REACT es evitar una salida asimétrica de la crisis. La Unión entiende que para ello es imprescindible una liquidez inmediata que permita realizar inversiones rápidas. Dadas las restricciones del derecho presupuestario europeo, ceñido por el Marco Financiero Plurianual, la Comisión ha aprovechado el uso de los cinco Fondos Estructurales y de Inversión para lograr esa activación económica, rápida en tanto que se pueden utilizar los programas ya definidos en ellos, con su finalidad natural para reequilibrar y cohesionar21. La propuesta de Reglamento que está en marcha incorpora sobre todo modificaciones en la gestión de estos fondos para excepcionar la exigencia de cofinanciación22. Se espera también una cierta dirección política por parte de la Unión en el destino de los 55 mil millones a través de las orientaciones de inversión que se establezcan el marco del Semestre europeo.

Por último, lo más relevante es la metodología utilizada para el reparto del dinero. Son tres los criterios: la pérdida de producto interior bruto, la pérdida de empleo, y los techos de inversión según el lugar del Estado miembro en relación con la media de la renta nacional bruta.

5.2.3. Recovery Facility (Instrumento de recuperación)

El programa REACT quiere ser la respuesta inmediata, con la expectativa de que la inversión canalice al sostenimiento del empleo y la inversión sanitaria. En cambio, la Recovery Facility pretende, con sus 560.000 mil millones de euros, ser una solución a largo plazo encaminada a potenciar o acelerar reformas del plan político de la nueva Comisión, el llamado Green Deal. El núcleo del debate se ha concentrado en el instrumento jurídico con el que canalizar el apoyo financiero. Puede decirse que se ha llegado a un equilibrio en las posiciones, de suerte que aproximadamente 335 mil millones de euros serán transferidos y el resto serán préstamos al Estado miembro.

La lógica para el reparto del dinero responde a la ensayada en el Semestre Europeo y en el MEDE. La solicitud debe partir del Estado miembro, acompañada de un plan de recuperación y resiliencia, en el que se marcan los proyectos de inversión, que a su vez deben ser coherentes con las reformas señaladas durante el Semestre Europeo, en especial en el plan nacional de reformas (el plan de recuperación es un anexo del plan nacional de reformas). A continuación, la Comisión valora el plan de recuperación, determinando especialmente si se espera que tenga un impacto a largo plazo y si va a contribuir a reforzar el crecimiento y la creación de empleo, siempre en el contexto de una economía verde y digital (art. 16). Si la Comisión da el visto bueno —que surge a través de un proceso de diálogo—, adoptará una decisión estableciendo los objetivos de inversión. Cabe, por lo demás, una revisión del plan de recuperación si se justifica la imposibilidad de realizarlo. Por lo demás, en tanto que la Decisión de la Comisión marca milestones y targets, si estos no se cumplen, la Comisión goza de la potestad para suspender el desembolso del dinero.

El aspecto que todavía no está cerrado es el modo de reparto del dinero. No obstante, como refleja el artículo 10, se sigue la estructura establecida para el SURE, con los criterios de población, renta per cápita inversa y desempleo, estableciendo a su vez un límite máximo de financiación por Estado.

5.2.4. A modo de resumen

Más allá del detalle de cada instrumento de reacción, conviene fijar con claridad cuáles son los elementos estructurales que conllevan, a mi juicio, un cambio sustancial en el gobierno de la crisis. En primer lugar, las medidas tienen una innegable dimensión social. Se diseñan mecanismos específicos para atender el coste económico del desempleo. Pero, además, los criterios para el reparto de la inversión se definen por parámetros orientados a redistribuir la riqueza (caída del PIB y desempleo). Instrumento que encaja perfectamente con el segundo elemento, la incorporación de transferencias redistributivas, mecanismo que supera el bloqueo de la crisis de 2008, donde solo se admitieron préstamos condicionados. Finalmente, en tercer lugar, ha de destacarse la emisión de deuda de la UE como vía para financiar el gasto; fue este un paso que se frenó en la década anterior y que, aunque ahora se introduce con suma cautela, apunta a que estamos ante el germen de un tesoro europeo.

6. Conclusión. ¿Propuesta de lege ferenda?

Existe una inclinación natural a pensar la integración europea desde el léxico y los conceptos elaborados en la teoría del estado. Por ello, a la hora de abordar las dificultades que ha padecido la Unión en estas dos crisis, el Estado federal aparece, al menos desde un punto de vista intelectual, como una vía de solución. Sin embargo, esta posición dominante en la academia choca con los hechos: desde el fracaso de la Constitución europea, debates de esa altura han desaparecido del escenario político.

Creo que al menos tres razones explican las reticencias para introducir referencias al Estado federal. La primera, ya señalada en parte, tiene que ver con el rechazo electoral de la Constitución europea; esto hizo comprender a la dirigencia política que no había sustrato social suficiente para ese viaje23. La segunda tiene que ver con la teoría constitucional dominante, si no en Alemania, al menos sí en su Tribunal Constitucional. Según este órgano, la Ley Fundamental establece un límite a la transferencia de créditos a otros Estados o a la Unión, para evitar así vaciar de competencias a su Parlamento. Esta conclusión se basa en una concreta idea de democracia que traza un vínculo necesario entre toda decisión política y el pueblo (nacional)24. En tercer lugar, la Unión está teniendo graves dificultades para asegurar uno de los requisitos clave de todo Estado federal, a saber, un cierto grado de homogeneidad en las premisas o valores constitucionales. Polonia y Hungría están demostrando capacidad para resistir todo tipo de admoniciones frente a sus reformas iliberales25. Estas tres dificultades se anclan en una premisa que nos lleva al principio de mi intervención: la pertenencia es el elemento clave en las políticas de redistribución o solidaridad. Construir un Estado federal exigiría generar un sentimiento de pertenencia que, desde luego, si es alcanzable, no parece que se logre a corto plazo.

Ahora bien, si dejamos el espacio de las esencias y las reformas de corte conceptual, no hay duda de que la Unión Europea muestra capacidad de aprendizaje y reacción. Diez años después de la crisis de 2008, se han consolidado tres mecanismos propios de un Estado federal y que entonces fueron inabordables: la posición del BCE como pagador de última instancia; la emisión de deuda de la Unión; y las transferencias redistributivas. Por tanto, quizá, tendríamos que aceptar que las posibilidades de reforma de la Unión nunca pasan por postulados omnicomprensivos (piénsese en los fracasos de la Comunidad Política Europea, Comunidad Europea de Defensa o la Constitución europea), sino más bien por cambios a retazos en atención a las exigencias coyunturales. Antes que en reformas constitucionales —como diría Bruce Ackermann— tenemos que pensar en momentos constitucionales (Ackermann, 1991, sobre los momentos constitucionales especialmente el capítulo 1). Y quizá algún día, después de mucho navegar, arribemos a un Estado federal. Mientras, tal y como lo describió Joseph Weiler (2000), nos moveremos en el European Sonderweg, un Leviathan con piernas de organización internacional y brazos de Estado federal.

Referencias

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