Icade. Revista de la Facultad de Derecho | nº 110 [2020] [ISSN 2341-0841]
Bioconstitucionalismo.
Una reflexión sobre la edición genómica desde (y para) la teoría del Derecho constitucional
Federico de Montalvo Jääskeläinen
2020. Cizur Menor: Thomson Reuters Aranzadi.
187 páginas.
ISBN: 978-84-9059-278-6
Vanesa Morente Parra
Universidad Pontificia Comillas

1. Revolución genómica y dignidad humana

La revolución del siglo XXI será genética o no será. Federico de Montalvo parte en su obra titulada Bioconstitucionalismo. Una reflexión sobre la edición genómica desde (y para) la teoría del Derecho constitucional de la idea de que la verdadera disrupción se da en el ámbito de la genómica y no tanto en el de la tecnología digital. Si bien el impacto social de la revolución tecnológica e informática está siendo muy notorio, ya que su potencialidad teórica ha pasado a materializarse en nuestras vidas diarias formando parte de nuestra cotidianeidad, no ha sucedido lo propio con el avance biotecnológico, cuyas promesas de momento no se han llegado a cumplir plenamente. No obstante, está claro que la revolución biotecnológica llegará, y cuando lo haga será con una fuerza disruptiva sin precedentes. Y lo hará tanto en un sentido cualitativo, pues su nivel de intervención en la realidad biológica humana será profundo e irreversible, como en un sentido cuantitativo, ya que sucederá antes de que el individuo genéticamente “mejorado” haya nacido.

Los grandes avances en la historia de la humanidad casi siempre han sido precedidos de revoluciones culturales, religiosas, económicas o políticas. El pensamiento moderno surgió como consecuencia de una revolución cultural que trajo consigo la secularización del discurso público —ámbito en el que opera la racionalidad práctica—, lo que provocó que las aguas de la moralidad social se abrieran en dos: de un lado la ética privada diversa y plural, y del otro lado la ética pública convencional y secular, donde comenzó a reinar el valor totémico de la dignidad humana. La dignidad humana, concepto esquivo, huidizo e inconmensurable donde los haya es, metafóricamente hablando, la materia oscura del discurso iusfilosófico. En realidad, no sabemos a ciencia cierta de qué está hecha, únicamente la conocemos por sus efectos. O mejor aún, conocemos los efectos que generaría su ausencia. Si nuestro universo careciera de materia oscura dejaría de existir tal y como lo conocemos, por lo que, mutatis mutandis, la ausencia de la dignidad humana en el universo jurídico supondría el fin de los derechos fundamentales y, por consiguiente, del constitucionalismo tal y como lo entendemos en la actualidad.

El autor es consciente de la dificultad que entraña definir el concepto de dignidad humana, sobre todo si tal empresa pretende llevarse a cabo eludiendo la teoría ética kantiana, que tan en cuestión se ha puesto ya desde algunos discursos contemporáneos como el de los derechos de las personas con discapacidad o el de los derechos de los animales. Podría decirse, si se me permite la expresión, que el autor parte de la idea de que la dignidad humana es, en términos aristotélicos, el punto fijo que otorga movimiento a todo el engranaje jurídico constitucional. Es la piedra angular del edificio constitucional, convirtiéndose en ese contexto jurídico, en el dique de contención de todos los envites impetuosos del avance científico. El derecho constitucional nos advierte de que no todo lo que se puede hacer científicamente se debe hacer efectivamente. Por eso, la dignidad humana es el principio que guía y delimita aquellas actuaciones e intervenciones científicas dirigidas a curar, paliar, tratar y erradicar si fuera posible, las enfermedades que nos asedian como seres humanos. La frontera moral se sitúa, por tanto, entre las aplicaciones e intervenciones médicas dirigidas a la cura —terapias génicas— y aquellas que estarían dirigidas a la mejora estética o intelectual —intervenciones eugenésicas—. Las primeras técnicas mencionadas tienen como finalidad reparar in vivo las anomalías cromosómicas que presente el genoma de un individuo y que pueden acabar convirtiéndose en enfermedad o discapacidad permanente. Actualmente, las terapias génicas cuentan con una herramienta denominada CRISPR-Cas9 que ha revolucionado este sector, ya que garantiza una mayor efectividad a bajo coste y en un tiempo récord. Precisamente en este punto de la obra, el lector agradecerá sobremanera la claridad expositiva y la capacidad pedagógica que demuestra Federico de Montalvo, pues, aun si el lector fuera lego en la materia, podría alcanzar un conocimiento aproximado, aunque suficiente, de lo revolucionaria que puede llegar a ser esta nueva técnica.

Por su parte, el segundo tipo de técnicas biotecnológicas mencionado anteriormente se valen de los mismos medios y procedimientos técnicos, lo único que cambia es la finalidad perseguida, siendo en este caso la perfección y la mejora de la especie humana la meta a alcanzar. Quizá por eso sea un tanto artificioso, tal y como advierte el autor, pretender una clara diferenciación conceptual entre las técnicas dirigidas a la curación de patologías genéticas y las que buscan la perfección de la especie humana. Puede ser que esta necesidad académica de rotular y clasificar taxativamente las técnicas biotecnológicas sea en realidad un anestésico local, que calma temporalmente nuestro cuestionamiento ético e intelectual sobre esta problemática. No obstante, cuando se pasa el efecto sedante sabemos que el problema sigue ahí, por lo que volvemos a preguntarnos si realmente cabe una clara distinción conceptual entre intervenciones curativas e intervenciones perfectivas. Parece que Federico de Montalvo tiene claro que esta respuesta no es fácil y reconoce que la medicina preventiva diluye muy significativamente la frontera entre prevención y mejora. Para apoyar esta afirmación pone un ejemplo muy oportuno en nuestro tiempo como son las vacunas que no curan, sino que proporcionan una mejora, además no solo individual sino también colectiva.

El ser humano se ha enfrentado tradicionalmente a la enfermedad como una “imperfección” o “problema” que solventar y es ahora, en el siglo XXI, cuando podríamos disponer de las herramientas biotecnológicas para superar estos problemas desde su misma base genética. Por eso, quizá sea engañoso empeñarnos en mantener una diferenciación cualitativa entre “eugenesia” o “mejora” y tratamientos o intervenciones curativas. Todo avance científico con aplicaciones médicas encuentra su razón de ser en un indubitado ánimo de mejora y perfeccionamiento. Como bien señala Federico de Montalvo, ni existen genes específicos, cuya manipulación nos garantice la mejora o perfección del sujeto intervenido, ni existen técnicas biotecnológicas de mejoramiento en sí, sino que depende de los usos que se hagan de las técnicas de las que ya se dispone. Por consiguiente, el discurso eugenésico no puede basarse en una realidad biológica objetiva, pues como ya se ha advertido, no existe un grupo de genes que puedan entenderse como la “llave” para la perfección biológica de la especie, del mismo modo que tampoco pueden identificarse unos procedimientos técnicos específicos que permitan la obtención de una “mejora genética”. Todo depende de cómo y con qué finalidad se empleen las diferentes biotecnologías con las que contamos en la actualidad y de qué entendamos por “perfección biológica” en cada contexto cultural.

Sin embargo, asumir que existen zonas de penumbra entre las terapias génicas y las intervenciones de mejora, no significa que no haya casos claramente diferenciables. Desear tener un hijo varón que mida un metro noventa, tenga ojos azules y el pelo rubio es una preferencia estética relacionada con un contexto cultural determinado, en el que contar con estas características físicas es más ventajoso para el desarrollo de la vida social. Todas las voces destacadas en el escenario teórico internacional que critican y advierten del peligro de estas “inofensivas” elecciones libres en el mercado de los genes son traídas por Federico de Montalvo a su obra de una manera admirablemente sintética y concisa. De todas ellas, extrae acertadamente las tres argumentaciones mejor elaboradas: la posición teórica de Jürgen Habermas, Michael Sandel y Joel Feinberg, aunque es de destacar que el argumento de este último autor está dirigido originalmente al debate en torno a la libertad religiosa y la obligación parental de la escolarización de los hijos.

Estos tres teóricos advierten de los problemas éticos a los que tendríamos que enfrentarnos como consecuencia de las intervenciones genéticas de mejora. Uno de los problemas éticos a los que tendríamos que hacer frente sería al de la ruptura del equilibrio intergeneracional que debe darse entre progenitores y descendientes. Los padres que eligen las características genéticas de los futuros hijos en el mercado de los genes pretenden sortear el azar biológico que rige la vida de todos los seres humanos, convirtiéndose así en “hacedores” y no en “progenitores” de su descendencia. El hijo tendría un destino genético diseñado por sus propios padres, y el problema es que no tendría posibilidad de réplica. El hijo sería fruto de un diseño silencioso y determinante al que no podría resistirse, lo que provocaría la imposibilidad de un “futuro abierto” a sus libres decisiones personales. La mejora genética de los descendientes, por tanto, quiebra el principio de igualdad y respeto mutuo intrafamiliar, derivando en relaciones de subordinación biológica y no de equilibrio igualitario.

El segundo problema que podría darse, de aceptarse la libertad de los padres de mejorar genéticamente a los hijos, es el de la pérdida de la importancia de la familia como seno de “beneficencia”. Es de valorar que Federico de Montalvo destaque especialmente este argumento, al afirmar que en la “cultura de la mejora” se rompen los lazos de humildad que deben darse en el seno familiar y que se manifiestan concretamente en la aceptación de lo “dado” o “recibido” por la naturaleza. Con ello, el autor desvirtúa la pretendida liberalización del “mercado de los genes” al centrar el debate en uno de los argumentos de mayor peso como es el del “mejor interés del menor”. El hijo manipulado genéticamente se posiciona en una clara desventaja en relación con sus padres, ya que no solo “les debe la vida”, sino que “les debe un tipo de vida”, una vida que ha sido diseñada, biológicamente condicionada, y en la que los progenitores han depositado —y pagado— unas expectativas de éxito social que el descendiente tendrá más complicado rechazar.

No obstante, hay teóricos que lo que considerarían aberrante es que los padres que pudieran acceder a darle “lo biológicamente mejor” a sus hijos e hijas no lo hicieran. De ahí que, incluso, autores como Peter Singer, Thomas Engelhardt, Nick Bostrom y Julian Savulescu entiendan que la mejora genética no es una opción de compra, sino que es una obligación moral de los futuros padres. Esta “obligación moral de mejorar a los hijos” entronca perfectamente con el movimiento filosófico, cada vez más popular, del transhumanismo, y que ha sido construido por algunos de los autores mencionados como Nick Bostrom y Julian Savulescu desde el altavoz internacional que siempre proporciona la Universidad de Oxford. El transhumanismo parte de una concepción antropológica dinámica, basada en el afán de superación —y podríamos añadir de dominación— que ha demostrado a lo largo de los siglos la naturaleza humana. Asevera que la especie humana ha de transitar de la “humanidad” a un estadio superior denominado “posthumanidad”, donde se nos ofrecerá una nueva realidad sin enfermedad, sin vejez e, incluso, sin muerte.

Precisamente en el apartado relativo a la explicación del transhumanismo, el autor vuelve a desplegar su pericia pedagógica al definir y aclarar conceptos y términos que pueden resultar confusos y equívocos. Un ejemplo lo encontramos en la clasificación artificiosa que, según el autor, se da entre lo que se denomina “transhumanismo digital” y “transhumanismo biológico”, pues esta conceptualización solo puede ser relevante a efectos pedagógicos, debido a que actualmente todas las técnicas se valen unas de otras, dando lugar a una “pantecnología”, que integra carbono y silicio en una relación simbiótica que formará al hombre transhumano.

2. El bioconstitucionalismo como marco jurídico de referencia: fuente de reglas y sobre todo de principios

Federico de Montalvo entiende que el derecho constitucional y la reflexión iusfilosófica forman un matrimonio muy bien avenido, pues el derecho constitucional es el receptor natural de la reflexión metajurídica que se da en el plano de la iusfilosofía de los derechos fundamentales. No obstante, el autor va un paso más allá del derecho constitucional al situar su discurso crítico-analítico en el marco reflexivo que solo el bioconstitucionalismo puede proporcionar, en relación con las problemáticas éticas y jurídicas que plantean las aplicaciones biotecnológicas. Los elementos que integran y delimitan dicho marco jurídico pueden cifrarse en trece, según Manuel Atienza, y son los siguientes: 1. Importancia de los principios; 2. Importancia de las normas en el razonamiento práctico; 3. Idea de que el derecho es una realidad dinámica y una práctica social; 4. Importancia de la interpretación como proceso racional y conformador del derecho; 5. Reivindicación del carácter práctico de la teoría y de la ciencia jurídica; 6. Entendimiento de la validez jurídica en términos sustantivos y no meramente formales; 7. La jurisdicción no es meramente legalista, pues la ley ha de ser interpretada de acuerdo con los principios constitucionales; 8. Relación conceptual entre derecho y moral en algún grado; 9. Integración entre las esferas de la razón práctica; 10. La razón jurídica no es solo razón instrumental; 11. Importancia de la argumentación jurídica; 12. Existencia de criterios objetivos que otorgan racionalidad a la práctica de la justificación de las decisiones; 13. Consideración de que el derecho incorpora valores morales y que estos valores no pertenecen simplemente a una determinada moral social, sino a una moral racionalmente fundamentada.

El primer elemento que caracteriza al bioconstitucionalismo, como no podía ser de otro modo, son los principios. Federico de Montalvo destaca acertadamente el hecho de que los principios no solo son herramientas propias del derecho constitucional, sino que son su mismo ADN. Es decir, los principios son el elemento básico y constitutivo del derecho constitucional y, a diferencia de las reglas que se aplican o no se aplican, —a la manera de “todo o nada”—, los principios se aplican de forma gradual y si concurren varios en un caso concreto se aplican a través del criterio de ponderación. Ponderar, es decir, medir y pesar principios, exige un razonamiento práctico dinámico, flexible y constructivo del Derecho. Sin embargo, la lógica de los principios no solo opera en el ámbito de lo jurídico también lo hace, y de forma muy significativa, en el ámbito de la bioética. Desde su nacimiento en la década de 1970 la bioética clínica se ha apoyado siempre en un grupo de principios generales, fruto de la condensación de la ética pública propia de la cultura democrática y liberal de Occidente. El ejemplo lo encontramos en el Informe Belmont, documento oficial en el que se fijan los que a partir de ese momento se van a entender como los tres principios básicos que deben guiar, en todo caso, la ética de la experimentación biotecnológica con seres humanos: principio de autonomía; principio de beneficencia —donde se incluye el de no maleficencia— y principio de justicia.

Por su parte, la reflexión bioética global —abarca problemáticas que van más allá de la práctica clínica o de la relación médico-paciente— se ha basado tradicionalmente en dos principios fundamentales: el principio de responsabilidad y el principio de precaución. Precisamente este es otro de los epígrafes de la obra en los que el lector agradecerá sobremanera el detallismo teórico y la rigurosidad pedagógica con la que Federico de Montalvo explica las condiciones de posibilidad y aplicación de ambos principios, aunque especialmente del segundo de ellos. Afirma el autor que el principio de precaución es fundamental en el marco de incertidumbre ético y jurídico en el que se desarrollan las nuevas técnicas biotecnológicas, y lo es tanto en un momento previo a cualquier regulación jurídica, como posteriormente a la adopción de las mismas.

No obstante, los principios, ya sea en el ámbito de la bioética o del bioconstitucionalismo, podría decirse que gozan de una validez prima facie, es decir, solo proporcionan una respuesta ab initio, ofrecen únicamente un punto de partida en la argumentación jurídica. Desde el positivismo jurídico, como sabemos, se afirma que la indeterminación que caracteriza a los principios trae consigo problemas de vaguedad normativa, lo que abre la puerta al subjetivismo y rompe, por consiguiente, con la anhelada seguridad jurídica. Sin embargo, el vicio de la indeterminación torna virtud en el contexto del bioconstitucionalismo, pues no busca certezas sino convenciones. El bioconstitucionalismo, por consiguiente, exige entender el Derecho como una herramienta dinámica y flexible en permanente construcción racional. No obstante, este proceso de construcción racional, en realidad, no es fruto de un diálogo democrático, sino que es el resultado de un monólogo de los operadores jurídicos intervinientes, ya sea en su fase creativa —legislador—, ya sea en su fase de interpretación y aplicación —jueces y magistrados—.

La reflexión ética y jurídica aplicada al desarrollo científico ha sido hurtada tradicionalmente a la deliberación democrática. La regulación y gestión del desarrollo científico parece estar reservada en primera instancia a los científicos y en segunda instancia a los políticos, tal y como estamos comprobando con la pandemia de la COVID-19. Quizá este episodio pandémico que estamos viviendo actualmente nos sirva para comprender que el debate científico tiene que ser, necesariamente, un debate público. La deliberación sobre las fronteras éticas y jurídicas de la biotecnología ha de trasladarse necesariamente al espacio público, donde la ciudadanía pueda incluso disentir de las decisiones adoptadas en los centros de poder tradicionales. Federico de Montalvo se hace eco de las palabras de Sheila Jasanoff al subrayar la necesidad de que haya una mayor participación ciudadana en los temas relacionados con la biotecnología, para lo que el sistema habrá de dotarse de mecanismos de consulta y de participación ciudadana. En este nuevo marco deliberativo cobrarán una mayor importancia los comités de ética o bioética que pueden servir como catalizador de la opinión pública, o como foro público para la evaluación de los conflictos. El bioconstitucionalismo, por tanto, exige un Estado fuerte y una soberanía en acción, es decir, exige una acción democrática directa a través de una deliberación formada y sosegada. Y para que la deliberación pública sea fructífera previamente han de darse dos condiciones de posibilidad. La primera es la información, la ciudadanía debe contar con información actual y verídica sobre la realidad de las biotecnologías. La segunda la reivindica Federico de Montalvo en su obra, y es la necesidad de “tomarse el tiempo necesario para pensar”, algo tan contrario a nuestro tiempo, regido implacablemente por la celeridad.

3. ¿Cantidad o calidad? Quizá menos sea más en el discurso de los derechos

Las nuevas terapias génicas y, concretamente, la técnica de la CRISPR-Cas9 encuentran su campo de operaciones en el patrimonio genético individual en primera instancia y, de manera indirecta, en el genoma humano como patrimonio genético de la humanidad. El patrimonio genético de cada individuo ha de entenderse como la manifestación concreta y única del genoma humano, es decir, se trata de la materia que nos hace biológicamente únicos e irrepetibles dentro de la especie humana. Nuestro genotipo constituye la realidad biológica de cada uno de nosotros, y es además un bien inherente, atemporal, permanente e involuntario. Además, se trata de un bien que presenta una naturaleza bidimensional, ya que nuestro genoma participa de la configuración de nuestra base física y de nuestra base psicológica, emocional e intelectiva. Un bien de estas características ha de contar con una protección jurídica adecuada que garantice suficientemente su intangibilidad en nuestro Ordenamiento jurídico constitucional. Considero que este es uno de los puntos más importantes y teóricamente más complejos tratados en la obra analizada. Y es en este punto precisamente donde Federico de Montalvo se plantea una pregunta clave: ¿es suficiente el elenco de derechos fundamentales con el que contamos en nuestros sistemas constitucionales para garantizar la dignidad humana ante las nuevas amenazas biotecnológicas o, por el contrario, necesitamos contar con un nuevo catálogo de “bioderechos” que protejan específicamente el patrimonio genético?

El autor responde a esta pregunta afirmando que no es necesaria la creación de nuevos derechos, ya que incluso una inflación normativa podría ser contraproducente para alcanzar una verdadera efectividad en la garantía de los bienes jurídicos que se pretenden proteger —integridad genética e identidad genética—. Estoy plenamente de acuerdo en que el elenco de derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución es suficientemente garantista, incluso si hablamos de posibles nuevas afrentas a la dignidad humana. Por tanto, menos derechos y más fuertes quizá sea mejor que más y posiblemente más débiles. Sin embargo, creo que es pertinente justificar con mayor rigor teórico por qué el bioconstitucionalismo proporciona ya las herramientas jurídicas necesarias para neutralizar los nuevos retos biotecnológicos. Para ello, me voy a valer —como ya he hecho en otras ocasiones— del denominado por Norberto Bobbio “proceso de especificación de los derechos fundamentales”. El proceso de especificación de los derechos fundamentales consiste en un proceso de concreción que supone, no solo la selección y matización de lo ya existente, sino además la aportación de nuevos elementos que enriquecen y completan lo anterior. A la luz de esta definición podemos concluir, por tanto, que el proceso de especificación puede ser de dos tipos. Por un lado, puede llevar al reconocimiento de nuevos derechos fundamentales, o bien en relación con los sujetos titulares —ratione personae— o bien en relación con la materia —ratione materiae—, es decir, proceso de especificación en sentido fuerte. Un buen ejemplo de ello es el derecho a la protección de datos personales que es de relativa reciente creación. Y, por otro lado, puede llevar a la concreción de derechos fundamentales —también en relación con los sujetos titulares o en relación con el objeto de protección jurídica—, ya consagrados en los diferentes Ordenamientos jurídicos, es decir, proceso de especificación en un sentido débil. Siendo un buen ejemplo de este supuesto el derecho al olvido.

Pero, ¿qué es lo que determina que el proceso de especificación tenga una naturaleza u otra?, es decir, ¿qué es lo que define que el proceso de especificación tenga un sentido fuerte o débil? Parece que el criterio diferenciador entre un proceso de especificación y otro es la aparición, en el plano social a priori y jurídico a posteriori, de nuevos bienes y valores susceptibles de protección jurídica. Solo si en el debate ético, en el espacio concreto de la ética crítica, se entiende necesario otorgar una protección jurídica propia y diferenciada a nuevos bienes, valores o necesidades básicas racionales habrá de llevarse a cabo un procedimiento de especificación en sentido fuerte. Por su parte, solo tendrá cabida un proceso de especificación en sentido débil cuando en el devenir social aparezcan nuevas amenazas o nuevos retos frente a valores ya protegidos en el Ordenamiento jurídico correspondiente. Las aplicaciones biotecnológicas con una finalidad perfectiva, en todo caso, estarían poniendo en riesgo bienes jurídicos tradicionalmente protegidos por el Derecho como son la integridad personal, la cual presenta una doble vertiente: una vertiente material que coincide con la integridad física y una vertiente inmaterial que coincide con la integridad moral. A través de ambas dimensiones se otorga protección al cuerpo humano con todos sus componentes, desde sus moléculas hasta su apariencia fenotípica, desde su personalidad hasta sus capacidades intelectuales y físicas.

Parece claro entonces, que la integridad e identidad genética de un individuo se encuentra garantizada en nuestro sistema constitucional a través del derecho fundamental a la integridad personal. Sin embargo, el avance hacia el bioconstitucionalismo nos exige un proceso de especificación en sentido débil de este derecho fundamental de la primera generación. Y ¿cómo podríamos llevar a cabo este proceso de especificación, es decir, de adaptación de los “viejos derechos” a las nuevas exigencias sociales de protección y garantía jurídica? Pues el mismo bioconstitucionalismo nos da la respuesta. Solo a través de una concepción dinámica, plástica y dúctil del derecho constitucional, como nos advierte Federico de Montalvo a lo largo de su obra, podremos garantizar de manera efectiva los bienes jurídicos que puedan encontrarse en riesgo ante algunas intervenciones genéticas, sin por ello tener que frenar el necesario avance científico. Además, si esta interpretación y adaptación del derecho constitucional —sede jurídica natural de los derechos fundamentales— al avance biotecnológico pudiera salir de los centros exegéticos oficiales para que la ciudadanía tomara posesión efectiva del discurso científico, entonces se habría conseguido democratizar un asunto que, irremediablemente, nos va a afectar a todos. Creo sinceramente que esta obra es un perfecto acicate para superar los rigores del positivismo jurídico y para que los juristas emprendamos una labor pedagógica que aproxime el discurso jurídico a la sociedad. Si el derecho constitucional en general y la Constitución en particular representan nuestro contrato social, es decir, delimitan las reglas del juego dentro de la comunidad política, el bioconstitucionalismo debería traer consigo un nuevo tablero de juego, un nuevo contrato social, en el que todos los afectados juguemos limpio y en igualdad de condiciones, de tal manera que avance científico y dignidad humana siempre ganen la partida.