NO son habituales los libros de derecho que conjugan la seriedad académica —la teoría, en definitiva— con un profundo conocimiento de la vida práctica. Este libro, sin embargo, es uno de ellos y no podía ser de otra manera, habida cuenta de la doble condición, académico y abogado, del profesor Bueno Ochoa. Por esa razón, tengo la sensación de que el texto que aquí nos ocupa interesará a toda índole de juristas. Pero, a mi juicio, la altura de la obra no reside estrictamente en lo jurídico, sino en que nos encontramos ante un texto que aborda el oficio de la abogacía de una forma mucho más amplia. Así, el autor no ha renunciado a adquirir vuelo literario en su aproximación ética a la abogacía. De este modo, se logra ampliar el foco y podemos ver la abogacía a vista de pájaro: abundan las citas literarias (Machado, Unamuno, Frost), las referencias históricas y la relación con los grandes filósofos (Kant o Aristóteles). En este sentido, estamos ante una obra ambiciosa, pues no se ciñe a aquello que podemos ver, sino que va más allá: nos deja mirar desde otros puntos de vista nada habituales en un oficio, el nuestro, la abogacía, a menudo ensimismado. Por esta razón, será un deleite para profesores, alumnos y abogados, como yo, a menudo arrastrados por inercias que no nos permiten apreciar las virtudes de nuestro oficio. Podemos decir, por tanto, que estamos ante un texto que ennoblece la abogacía situándola en un lugar privilegiado de la sociedad.
En cuanto a la estructura de este libro, Ética de la Abogacía, es acertada la división en capítulos por la que ha optado el profesor Bueno Ochoa. En un primer capítulo se abordan cuestiones de carácter terminológico, tratando así de aclarar de qué hablamos cuando nos referimos a ética, moral y deontología. Ya en este primer capítulo podemos ver la diversidad de enfoques que persisten a lo largo de la obra: diversidad de fuentes y de vías en la articulación del discurso ético (de mínimos y de máximos, universalismo y relativismo, de los principios y de las consecuencias). Así, superada esta fase introductoria, el libro nos sumerge específicamente en la ética de la abogacía. Observamos aquí los principios de la ética profesional (beneficencia, justicia, responsabilidad y autonomía), a los que se suman los principios de la actuación profesional (independencia, honradez y veracidad, y secreto profesional), sin dejar de lado cuestiones de actualidad como la ética empresarial o la responsabilidad social corporativa. Estamos, de hecho, ante una obra apegada a la realidad y de ello da cuenta el tercero de los capítulos, que aborda diversos fenómenos y vicisitudes que la abogacía sufre en este siglo XXI. Todo ello se completa con un epílogo redactado sobre la base de una selección de los problemas con los que abogacía se enfrenta, realizada en su momento por el profesor Alejandro Nieto, y que sirven al autor para ofrecer, según mi criterio, una de las partes más valiosas de la obra. De valor son también el conjunto de anexos de los cuales se hace obligado leer y releer los decálogos que en él se recogen.
Al concluir la lectura tendremos la sensación de que hemos estado ante un libro que nos ha enseñado a pensar, que nos ha invitado a dudar, pero que en ningún momento ha perdido los principios que alumbran el oficio de abogado. Lejos de toda clase de cinismo, el texto da cuenta de la complejidad del mundo, de que existe la incertidumbre, el azar y la vanidad y que entre estas tormentas que tienen lugar en el océano de la justicia es donde navega el abogado, un hombre de acción, pero también de reflexión. Eso nos enseña este lúcido y ameno texto que, sazonado de rigor académico, en ningún momento se desapega de la realidad ni tampoco de la actualidad. Estamos, por tanto, ante una obra que, recogiendo la más noble tradición, actualiza los principios éticos de la abogacía dotando así de nuevas herramientas al joven abogado que comienza su andadura: de este modo, lo hace heredero de una tradición, pero, al mismo tiempo, le señala un nuevo horizonte. El profesor Bueno Ochoa lo hace sin ofrecer recetas mágicas, sin dogmatismo ni hipocresía, sino subrayando la necesidad del abogado de hacer frente a retos diarios, jurídicos y éticos, siempre concretos, esto es, subrayando la responsabilidad con la que debe actuar en la vida pública: entre el realismo-posibilista y el idealismo-garantista, como el propio autor señala. Esta complicada alquimia está así presente en todo el texto, ya que el profesor Bueno Ochoa trata de armonizar reflexión y acción, teoría y práctica. Así, este libro trata de acercarnos a la posibilidad de conjugar todo ello. No es poca cosa. Por esta razón, el vuelo literario al que antes me refería no es baladí, pues solo a través de la mirada del arte (cada capítulo se cierra con una poesía) puede comenzar a comprenderse la complejidad del mundo. Las relaciones humanas, decía Arturo Carlo Jamolo, “son una isla que el mar del derecho solo puede lamer”. Aunque ese mar, aclara Claudio Magris, “deviene necesario cuando el amor o la amistad se trasmudan en atropello o violencia”. Un mar complejo, por ende, que el texto que aquí nos ocupa renuncia a aprehender, pero trata de comprender. Que el autor no haya renunciado al arte para ello es muestra de la altura de la obra.
En definitiva, textos de esta clase se hacen necesarios para comprender el mundo. La globalización exige nuevas formas de tutela y, en consecuencia, nuevos abogados. La velocidad de los cambios que la sociedad experimenta requiere que el abogado sea capaz de adaptarse a ellos con idéntica rapidez. Esta situación, sin embargo, puede conllevar una pérdida de referencias éticas y deontológicas que obras como la que aquí nos ocupa tratan de hacer presentes. El abogado, resumiendo, sigue siendo abogado, sigue teniendo la misma función social que tenía en el pasado y, en consecuencia, ha de guiarse por unos principios irrenunciables por mucho que la sociedad haya mutado. Una sociedad más compleja crea nuevas relaciones y nuevos conflictos, y eso requerirá un esfuerzo mayor del abogado, ese hombre de reflexión y de acción; pero una pérdida de sus horizontes, principios y metas significaría la decadencia de esta noble profesión y, en consecuencia, del derecho. De esta fidelidad es de la que este texto nos habla: allá donde exista un nuevo espacio, por más que exceda la territorialidad, será necesario administrar el conflicto que nazca y, por tanto, en ese lugar deberá ser protagonista el nuevo abogado del siglo XXI. Un nuevo Far West se abre y el reto del abogado será encontrar su espacio en él.
El citado Claudio Magris (Literatura y Derecho ante la ley, Madrid: Sexto Piso, 2008) nos recuerda que en El mercader de Venecia vemos “cómo la humanidad, la justicia, la pasión, la vida, son salvadas —por Porcia, disfrazada de sutilísimo y capcioso abogado— gracias al formalismo jurídico más sofista”. No es, por tanto, dice Magris, “la cálida apelación a la humanidad, a los sentimientos, a la justicia para salvar la vida de Antonio, sino el frío llamado abogadesco a cumplir con la letra formal de la ley” el que alumbra la justicia. Esta frialdad lógica, concluye Magris, “salva los valores cálidos”. El libro del profesor Bueno Ochoa nos habla de esto: de los valores cálidos y de cómo el abogado, regido por los a menudo despreciados “valores fríos” (la lógica, el derecho, la democracia), hace más por la calidez de la vida que el más puro de los sentimientos.