Icade. Revista de la Facultad de Derecho | nº 112 [julio-diciembre 2021] [ISSN 2341-0841]
DOI: 10.14422/icade.i112.y2021.003
La Administración Pública chilena ante una nueva Constitución: entre Mayer y Werner

The Chilean Public Administration in the view of the New Constitution: From Mayer to Werner
Autor
Enrique Rajevic Mosler
Universidad Alberto Hurtado (Chile)
E-mail: erajevic@uahurtado.cl

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7856-0919

Resumen

Este trabajo examina las líneas de continuidad de la Administración Pública chilena en las Constituciones de 1833, 1925 y 1980, entre las que está el presidencialismo, la rigidez institucional, la pretensión de un empleo público basado en el mérito y el centralismo, para luego analizar tres intentos fallidos de innovación en este ámbito: la descentralización territorial, la creación de una jurisdicción contencioso-administrativa especializada y la profesionalización del empleo público. A la luz de lo anterior formula algunas recomendaciones para el proceso constituyente en curso.

This article analyses how the Chilean Public Administration has been laid down in the Constitutions of 1833, 1925 and 1980. The main issues examined are the presidentialism, the institutional rigidity, public employment based on merit and centralism. The second part focuses on several failed attempts at innovation, such as the territorial decentralization or the professionalization of public employment. Finally, it makes some recommendations for the constitution-making process.

Key words

Proceso constituyente; descentralización; Administración Pública; empleo público

Constitution-making process; decentralization; Public Administration; public employment

Fechas
Recibido: 24/11/2021. Aceptado: 29/11/2021

1. Introducción

El objetivo de este trabajo es analizar el proceso constituyente chileno en lo referido a la configuración de la Administración Pública y su actividad. Aludo en el título a la tensión entre las conocidas frases de dos autores alemanes: Otto Mayer, “El derecho constitucional pasa, el derecho administrativo permanece”; y la de Fritz Werner, “El derecho administrativo es el derecho constitucional concretizado” que fijan dos enfoques posibles. La segunda, de 1959, reconoce explícitamente la dependencia que tiene el derecho administrativo con la Constitución, a la que aplica, con lo que sustituir la primera provocaría un efecto inmediato en aquel, algo que parece lógico como reflejo del efecto directo del texto constitucional y de su supremacía sobre el resto del ordenamiento jurídico. En cambio, la primera, escrita en 1923 (cerca del final de la vida de su autor), parece decirnos que la inercia y complejidad de la Administración le conferiría una vida propia que podría ser relativamente impermeable a los cambios constitucionales. Y es que Mayer vivió el paso de la pluralidad de Estados alemanes monárquicos confederados —y en conflicto—, al imperio monárquico (1871) y, tras la Primera Guerra Mundial, a una República parlamentaria (1918), sin que todas esas importantes transformaciones políticas mermaran la continuidad de la Administración Pública prusiana y de sus reglas fundamentales. No hay que exagerar la frase (su propio autor admitía la importancia que para la disciplina tenía la base constitucional)1, pero su resonancia en el tiempo contiene un llamado de atención que no conviene subvalorar, como veremos. Tampoco es que una y otra sean contradictorias: más bien se enfocan en aspectos diferentes de la relación entre ambos términos.

En las siguientes líneas analizaré brevemente la base constitucional que ha tenido la Administración Pública en las Constituciones previas que han sido efectivamente implementadas en Chile (las de 1833, 1925 y 1980) y reportar algunas transformaciones constitucionales fallidas para, a la luz de eso, revisar algunas áreas en que estimo que sería posible y deseable que una nueva Constitución introdujera cambios en materia administrativa, resguardando que sean eficaces y no se transformen en meras e inocuas disposiciones programáticas.

2. La Administración Pública chilena en las Constituciones de 1833, 1925 y 1980

2.1. Algunas líneas de continuidad

Chile ha tenido una alta estabilidad en materia constitucional. Desde el inicio de la independencia se suceden un conjunto de textos constitucionales de corta duración y diversa inspiración, en medio de conflictos civiles que terminan con la batalla de Lircay (1931), en que triunfan las fuerzas conservadoras. Estas últimas impulsan la dictación de la Constitución de la República Chilena de 1833 (CP1833, en adelante), que recién será reemplazada por una nueva Constitución en 1925 (CP1925, en adelante) tras cerca de 90 años de vigencia. La ruptura deriva de una intervención militar, pero es redactada luego del retorno al poder del último presidente civil, Arturo Alessandri, y permanecerá casi 50 años, hasta que tras el golpe militar de 1973 se suspenda buena parte de su contenido y se nombre de inmediato una comisión para redactar una nueva Carta Fundamental. De allí deriva la Constitución de 1980 (CP1980, en adelante)2 que totaliza ya cuatro décadas en vigor. En síntesis, por casi 190 años Chile ha estado regido solamente por tres constituciones.

La configuración de la Administración Pública en estas tres constituciones revela importantes líneas de continuidad, que resumiré en cuatro elementos.

2.1.1. Un presidencialismo que abarca, indiferenciadamente, el Gobierno y la Administración

Las tres cartas fundamentales han sido presidencialistas, aun cuando la de 1833 fue aplicada durante su periodo final como parlamentaria3 (a partir del desenlace de la guerra civil de 1891, en que el Congreso derrotó al Presidente Balmaceda). Incluso más, tanto la Constitución de 1925 como la de 1980 se propusieron restaurar el poder presidencial ante el Parlamento.

El artículo 24, inciso primero, de la Constitución vigente dispone que “El gobierno y la administración del Estado corresponden al Presidente de la República, quien es el Jefe del Estado”, norma que se remonta al art. 60 de la CP1925, que señalaba: “Un ciudadano con el título de ‘Presidente de la República de Chile’ administra el Estado, y es el Jefe Supremo de la Nación”, en términos casi idénticos al art. 59 de la Carta de 1833, combinado con los artículos 71 de la CP1925 y 81 de la CP1833, que confiaron al presidente “la administración y gobierno del Estado”.

La CP1980 profundizó esta dualidad al proyectarla a los/as ministros/as de Estado, pues los calificó como “colaboradores directos e inmediatos del Presidente de la República en el gobierno y administración del Estado” (artículo 33).

2.1.2. Un modelo de empleo público que intenta basarse en el mérito

Los tres textos constitucionales incluyeron el derecho a “la admisión a todas las funciones y empleos públicos, sin otros requisitos que los que impongan la Constitución y las leyes” (artículos 19 N.º 17 CP1980, 10 N.º 8 CP1925 y 12 N.º 2 CP1833), que viene de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 17894 pero que no garantiza casi nada, pues en rigor no está concebido como un derecho de igualdad. También las tres reservan al legislador la creación y supresión de empleos públicos rentados y la determinación o modificación de sus atribuciones (arts. 37 N.º 10 CP1833, art. 44 N.º 5 CP1925 y art. 63 N.º 14 CP1980), atribución que a partir de 1943 pasó a ser de iniciativa presidencial5 (art. 45 inciso 2.°) que, desde 1970, fue calificada como “exclusiva”6, todo lo cual recogería la CPR1980 (art. 65, inc. 4 N.º 2, N.º 4 y N.º 6).

Por otro lado, la CP1833 facultaba al presidente de la República para designar y remover sin mayores reglas (“a su voluntad”, art. 82 N.º 5) algunos cargos, como los ministros. En los demás, condicionaba la remoción a la “[…] ineptitud, u otro motivo que haga inútil o perjudicial su servicio, pero con acuerdo del Senado i en su receso con el de la Comisión Conservadora, si son jefes de oficina o empleados superiores i con informe del respectivo jefe, si son empleados subalternos” (art. 82 N.º 10). La CP1925 agregó el concepto de “confianza exclusiva” para los primeros cargos, y sujetó la provisión del resto “al Estatuto Administrativo”, y repitió con ligeros cambios la regla de la destitución (art. 72 N.º 5, N.º 7 y N.º 8). La CP1980 detalló los cargos de exclusiva confianza presidencial (art. 32 N.º 9 y N.º 10) admitiendo que la Ley pudiese añadir otros (art. 32 N.º 12), y dispuso que la provisión y remoción de los demás empleos civiles se haría “en conformidad a la Ley” (art. 32 N.º 12).

La innovación más importante de la carta vigente en este ámbito fue disponer que una ley orgánica constitucional, esto es, con un quórum reforzado7, garantizaría “la carrera funcionaria y los principios de carácter técnico y profesional en que deba fundarse, y asegurará tanto la igualdad de oportunidades de ingreso a ella como la capacitación y el perfeccionamiento de sus integrantes” (art. 38).

2.1.3. Una taxonomía institucional rígida

Dejando al margen las administraciones territoriales, la CP1833 no contuvo una verdadera arquitectura orgánica general de la “Administración Pública” (término que ya es usado en la CP1833 (arts. 36 N.º 1 y 37 N.º 2). Habló de los “Ministros i sus respectivos Departamentos” (art. 84) y de los establecimientos públicos (arts. 82 N.º 21 y 128 N.º 4).

La CP1925 mantuvo esta parquedad (art. 73) y cambió los establecimientos públicos por la noción de “servicios públicos” (art. 89). Desde 1943 la creación de estos últimos pasó a ser materia de ley de iniciativa presidencial8 (art. 45 inciso 2.º), calificada como “exclusiva” desde 19709. El texto original no reconoció expresamente la posibilidad de una administración funcionalmente descentralizada (sí una territorial, como luego veremos), incluyéndose la categoría de las “instituciones semifiscales y empresas fiscales” en la mencionada reforma de 1943. Eso no fue óbice para que se generaran servicios públicos con una personalidad jurídica propia, distinta de la fiscal, calificados como descentralizados, lo que terminaría siendo recogido en la reforma de 1970 que se refirió a “los servicios de la Administración del Estado, tanto central como descentralizada” (artículo 45, inciso 2.º).

La CP1980 dispuso que la creación de servicios públicos (“fiscales, semifiscales, autónomos o de las empresas del Estado”) era materia de ley, de exclusiva iniciativa presidencial (art. 63 N.º 14 con relación al art. 65, inc. 4 N.º 2, y arts. 58 y 65). El rasgo evolutivo más importante fue requerir que una ley orgánica constitucional determinase la organización básica de la Administración Pública (art. 38), tal como pasó con la carrera funcionaria. Por último, esta Carta Fundamental creó directamente algunos organismos específicos (el Consejo Nacional de Televisión, la Contraloría General de la República, las Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad Pública, el Consejo de Seguridad Nacional y el Banco Central)10 regulando su organización con una profundidad variable que se remitía a la legislación complementaria ad hoc, en la mayoría de los casos de rango orgánico constitucional11.

2.1.4. Una administración centralizada, pero de la que se predica una descentralización paulatina

La CP1833 consagró una administración centralizada, dividiendo el territorio en provincias, a cargo de intendentes subordinados al presidente; las provincias en departamentos, a cargo de gobernadores subordinados a los intendentes; los departamentos en subdelegaciones, a cargo de subdelegados subordinados a los gobernadores; y las subdelegaciones en distritos, a cargo de inspectores bajo las órdenes de los subdelegados (arts. 115 a 121). Toda la capilaridad del poder terminaba reconduciéndose al nodo central. Las municipalidades se instalarían “en todas las capitales de departamento i en las demás poblaciones en que el Presidente de la República, oyendo a su Consejo de Estado, tuviere por conveniente establecerla” (art. 122), con regidores elegidos por votación directa y alcaldes elegidos según determinara la ley (art. 124 y 125). Sin embargo, el Gobernador es “jefe superior de las Municipalidades del departamento, i presidente de la que existe en la capital. El subdelegado es presidente de la Municipalidad de su respectiva subdelegación” (art. 127), y unos y otros podían suspender la ejecución de los acuerdos o resoluciones municipales (art. 129).

La CP1925 mantuvo esta estructura, generalizando las municipalidades y reconociendo como su base a las comunas (equivalentes a las subdelegaciones), que venían desde la llamada Ley de la comuna autónoma de 189112, y añadió un nuevo organismo: las “Asambleas Provinciales” (arts. 94 a 100), asesoras de los intendentes e integradas por representantes designados por las municipalidades, cada 3 años, con la facultad de dictar “ordenanzas o resoluciones”. Si bien el intendente podía suspender la ejecución de sus acuerdos, aquellas podían insistir y, en ciertos casos, prevalecer sobre el agente presidencial (art. 100). Debían representar las necesidades de la provincia al presidente, por intermedio del intendente (art. 99). Además, les correspondía ejercer la “vigilancia correccional y económica” de las respectivas municipales, pudiendo incluso disolverlas (art. 106).

Por último, la CP1925 estableció como principio la descentralización administrativa territorial en su art. 107, bajo un epígrafe con esa misma denominación, conforme al cual las leyes confiarían “paulatinamente a los organismos provinciales o comunales las atribuciones y facultades administrativas que ejerzan en la actualidad otras autoridades, con el fin de proceder a la descentralización del régimen administrativo interior”, bajo la tutela presidencial a través de los intendentes. Esto último, sin embargo, no ocurriría.

La CP1980 nace lastrada en este punto por su carácter autoritario. Cambia provincias por regiones, a cargo de un intendente de la exclusiva confianza del presidente de la República y con un consejo regional de desarrollo (COREDE) asesor, de tinte corporativista, que incluía representantes de cada una de las instituciones de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, además de miembros designados por los principales organismos públicos y privados (debiendo ser estos últimos mayoritarios, art. 101). Las regiones se dividen en provincias, a cargos de gobernadores subordinados a los intendentes, y estas en comunas, a cargo de municipalidades. El/la alcalde/sa era designado por el COREDE respectivo a propuesta en terna del consejo comunal, pudiendo vetar una vez la propuesta una vez el intendente. Esto, salvo en las comunas en que la ley, atendida su población o ubicación geográfica, facultase al/la Presidente/a de la República para designar al/la alcalde/sa. Un consejo de desarrollo comunal (CODECO) asesoraba al/la alcalde/sa (art. 109), con integrantes que representaban organizaciones comunitarias y actividades relevantes, sin elección directa de por medio.

Este esquema fue rápidamente reemplazado al retornar la democracia. A nivel regional se mantuvo la figura del intendente hasta 2021, pero en 1991 el COREDE se sustituyó por un Consejo Regional (CORE) que, en conjunto con el intendente, conforma el Gobierno Regional13. Los integrantes del CORE son elegidos/as por un sistema indirecto, actuando como electores los/as concejales de las municipalidades que, a su vez, empezaron a ser directamente elegidos/as14 en 1992. En 2009 se aprobó la reforma para elegir a los consejeros regionales por sufragio universal15, y en 2017 la que permitió elegir en 2021 a la máxima autoridad regional, ahora denominada gobernador/a, por voto directo16, un hecho inédito en nuestra historia.

A nivel municipal los alcaldes/as y Concejos municipales pasaron a ser democráticamente elegidos en 1992, tras la misma reforma constitucional de 1991.

Aunque en esta materia ha habido muchos cambios, he querido apuntarla como un signo de continuidad porque la predominancia del nivel central ha sido clara hasta la implementación de la elección de los/as gobernadores/as regionales en 2021 e, incluso, subsiste en buena parte dada la falta de atribuciones de este cargo sigue presente. De allí que las Constituciones de 1925 y 1980, y las reformas de esta última, impulsen la idea de descentralizadora quedándose, por desgracia, en las intenciones. No cabe duda que la elección regional de 2021 es el avance más significativo, justo en la antesala de un nuevo orden constitucional.

2.2. Tres intentos fallidos de innovación: advertencias para el actual proceso constituyente

Quiero apuntar aquí tres ámbitos en que reformas constitucionales en temas administrativos han sido infructuosas. Examinarlas pone de relieve la limitación de los cambios constitucionales y puede ayudar a no tropezar de nuevo con las mismas piedras.

2.2.1. La descentralización territorial: entre la timidez y la falta de implementación

Parto con la última línea de continuidad que examine: el centralismo. Uno de los políticos más influyentes en la consolidación del triunfo conservador de 1830, Diego Portales, defendía en una carta privada enviada en 1822 —que suele citarse como un resumen de su ideario— la necesidad de contar en Chile con “un Gobierno fuerte, centralizador” (de la Cruz y Feliú, 1936, p. 177). Esa frase sintetiza bien el espíritu que se plasma en la CP1833 y que la CP1925, inútilmente, intenta rectificar. Las Asambleas Provinciales proyectadas nunca se instalaron porque el legislador omitió regularlas. Para agravar la situación, las atribuciones que aquellas tenían sobre las municipalidades (salvo la de disolverlas) fueron entregadas por una ley simple, en 1942, a los intendentes en una fórmula planteada como transitoria, pero que pasó a ser permanente (Fernández, 2011, p. 46)17. En 1961 se afirmaba que esto representaba “una estocada a fondo a la autonomía municipal y a la descentralización territorial como sistema de administración de las comunas o agrupaciones de comunas” (Silva C., 1954, p. 251), pero se mantuvo sin que hubiese, por otro lado, un sistema de justicia constitucional que pudiera haber llevado a cuestionar dicha ley.

La CP1980 retomó la inspiración portaliana, aunque postulase que la Ley “propenderá” a que la administración del Estado fuese “funcional y territorialmente descentralizada” (art. 3.º). Tras la restauración democrática, la redacción de esta norma fue más categórica, pues se eliminó el “propenderá” para afirmar, sin más, que la Administración Pública sería “funcional y territorialmente descentralizada, o desconcentrada en su caso, en conformidad con la ley” (1991), creándose gobiernos regionales que colocaban, al lado del intendente, un consejo regional. Sin embargo, la porfiada realidad fue que la descentralización del poder hacia las regiones fue muy limitada, pues las facultades de los CORES son reducidas, lo que no ha cambiado tras la elección popular de sus integrantes (probablemente la elección menos comprensible para la ciudadanía). En cualquier caso, era el resultado lógico de que la máxima autoridad regional fuera un/a funcionario/a de la exclusiva confianza presidencial (el/la intendente/a). Por lo mismo, el gran punto de inflexión viene a ser la elección por voto popular de los/as gobernadores/as regionales que recién se concreta en 2021. Con todo, si examinamos esta reforma más de cerca parece claro que estas autoridades carecen de potestades resolutivas verdaderamente relevantes, pues a su lado existe un/a “delegado/a presidencial regional” que heredó la mayor parte de las atribuciones del intendente, y que es de la exclusiva confianza presidencial. Así, esta descentralización sigue “en proceso”.

Lo anterior podría haberse atemperado con las transferencias de competencias a los gobiernos regionales que admitió una reforma constitucional de 1991 (en el artículo 103) y que debían ser reguladas por ley. Pese a que en 1992 se estructuró un sistema de convenios administrativos con ese fin, la jurisprudencia entendió que esas transferencias requerían de leyes específicas que las dispusieran en cada caso, lo que esterilizó la vía puramente administrativa, que era la más promisoria18. Hubo que esperar a una nueva reforma constitucional, en 2009, para que de modo más claro se encomendara a una Ley orgánica constitucional determinar “la forma y el modo” en que se podrían transferir a uno o más gobiernos regionales “una o más competencias […] en materias de ordenamiento territorial, fomento de las actividades productivas y desarrollo social y cultural” (artículo 114)19. Ante su no concreción legislativa, la expresión “podrá transferir” se sustituyó por “transferirá”, a través de otra reforma en 201720. Por fin, en 2018, se aprobó el marco legal para dichas transferencias21 aunque su implementación, a través del primer reguero de competencias a transferir (de manera temporal y revocable, por lo demás), ha sido muy modesta y recién empieza a producirse en 202122.

Como queda de manifiesto, los sucesivos gobiernos han evadido avanzar en esta materia (aunque debe destacarse el impulso de la expresidenta Bachelet en su segundo mandato para aprobar la elección de gobernadores/as). Lo mismo ha ocurrido con los/as legisladores/as. En este último caso parece claro que una de sus reticencias mayores ha sido el temor a la irrupción de otras autoridades democráticamente electas que pudieran rivalizar con su posición (como eventuales candidatos/as desafiantes). No se trata de algo tan grosero como la no regulación de las Asambleas Provinciales de la CP1925, pero es claro que el temor a la distribución del poder derivado de estas transformaciones ha hecho que su implementación avance con cuentagotas.

2.2.2. La Jurisdicción contencioso-administrativa en la CP1925 y la CP1980

Una segunda reforma frustrada fue la creación de una jurisdicción contencioso-administrativa especializada. En este punto el art. 87 de la CP1925 fue tajante: “Habrá Tribunales Administrativos, formados con miembros permanentes, para resolver las reclamaciones que se interpongan contra los actos o disposiciones arbitrarias de las autoridades políticas o administrativas y cuyo conocimiento no esté entregado a otros Tribunales por la Constitución o las leyes. Su organización y atribuciones son materia de ley”. Entre 1925 y 1973 hubo 6 proyectos de ley que pretendían crearlos, pero ninguno se aprobó. Lo dramático es que esto tuvo un efecto colateral: la Corte Suprema entendió que no era competente para conocer de estas materias al haber un tribunal especial establecido en la Constitución. Es cierto que surgieron algunas modalidades de control judicial (como la inaplicabilidad de actos administrativos ilegales) y hubo leyes especiales que consagraron acciones permitiendo controlar ámbitos específicos (como el municipal, a través de un reclamo especial ante los tribunales ordinarios), pero hubo un espacio simplemente injusticiable. Hubo que esperar hasta fines de la década de los 60 para que cambiara la orientación de la Corte, criterio que oficializó su presidente en el discurso de inauguración del año judicial de 197323.

La CP1980 reincidió en una fórmula semejante, pues reconoció la existencia de tribunales contencioso-administrativos en sus arts. 38, inciso 2.º, y 79, sobre la base de entender que ante la rectificación de la Corte Suprema no se repetiría la historia. Sin embargo, en una sentencia de 1989 esta volvió a declararse incompetente para conocer asuntos contencioso-administrativos mientras no se establecieran los tribunales especiales que mencionaba la Carta Fundamental, resucitando los argumentos de antaño, cuestión que llevó a que, en la primera reforma de esta Constitución de ese mismo año24, se suprimiera toda referencia a estos tribunales (Pierry, 2002, p. 381). Desde entonces esta jurisdicción está fuera del texto constitucional y sigue sin crearse. Podríamos decir que la inclusión de estos tribunales en la Carta Fundamental fue, a la larga, un problema y no una ventaja. Más relevante para el control de la Administración fue el establecimiento de la acción de protección de derechos fundamentales (art. 20) y el reconocimiento del derecho a “reclamar ante los tribunales que determine la ley” de “cualquier persona que sea lesionada en sus derechos por la Administración del Estado, de sus organismos o de las municipalidades” (art. 38, inciso 2.º).

2.2.3. El Estatuto Administrativo de la CP1925 y la carrera funcionaria de la CP1980

Las últimas “disposiciones programáticas” que quiero desarrollar están referidas al empleo público. La escasa imparcialidad que demostró la función pública durante el sui generis parlamentarismo chileno (Barría, 2009) llevaron a que la CP1925 dispusiera, a diferencia de la CP1833, que la generalidad de los empleos civiles y militares serían provistos “conforme al Estatuto Administrativo” (art. 72 N.º 7), en una referencia que buscaba preservar una Administración profesional (Guerra, 1929, p. 381). Seis estatutos sucesivos, desde el D.L. N.º 741/1925 hasta el D.F.L. N.º 338/1960, junto a un sinnúmero de leyes para situaciones específicas de empleo público, todas bajo la interpretación administrativa de la Contraloría General de la República (Pantoja, 1983, pp. 13-15), construyeron un modelo basado en la categoría del funcionario de planta, con estabilidad y derecho al ascenso25, sin poder evitar que el sistema operase bajo fenómenos de patronazgo, clientelismo y control de las organizaciones profesionales (Valenzuela, 1984; Rehren, 2002), aunque hubo espacios en que eso no ocurrió (incluso en la época del parlamentarismo, cfr. Barría, 2018).

Como vimos, la CP1980 omitió la mención al Estatuto Administrativo y empleó una frase mucho más precisa para preservar un empleo público profesional: garantizó “la carrera funcionaria y los principios de carácter técnico y profesional en que deba fundarse” asegurando “tanto la igualdad de oportunidades de ingreso a ella como la capacitación y el perfeccionamiento de sus integrantes”, todo a través de una ley orgánica constitucional (art. 38).

Pues bien, mientras en 1995 el 70,42% del total de la dotación era de planta, en 2003 la cifra había caído al 53,78% (DIPRES, 2005, p. 43), en 2009 al 43,91%, en 2013 al 37,62% y en 2017 apenas alcanzaba al 29,93 de la dotación total26. En otras palabras, en un cuarto de siglo la planta invirtió su peso relativo (del 70% al 30%) y se transformó en una categoría minoritaria dentro del empleo público chileno (Rajevic, 2021, p. 267), pues se mantuvo el número de sus efectivos mientras, en paralelo, crecían otras categorías de empleo precario como los cargos a contrata o los contratados a honorarios, en una “desconstitucionalización” del modelo producido a expensas, especialmente, del uso de las Leyes de Presupuesto anuales (Rajevic, 2019, pp. 17-20). Otro fiasco constitucional.

3. La Administración Pública en una nueva Constitución: aprender de la experiencia

La nueva Constitución debería o, al menos, podría abordar relevantes transformaciones administrativas. Algunas que me parecen prioritarias son las siguientes:

  • Distinguir con nitidez Gobierno y Administración, funciones que como vimos están diluidas entre nosotros. Con ello se resguardaría la continuidad y la integridad en la ejecución de las políticas públicas bajo el “principio de la eficacia indiferente” (Garrido, 1981, p. 11);

  • Sentar unas bases sólidas para un modelo empleo público que prioricen el mérito y el interés general sobre la confianza política, bajo la perspectiva del trabajo decente que promueve la OIT, y resguardando que la Ley de Presupuestos pueda deformarlas sin mayor conflicto;

  • Reconocer un espacio de flexibilidad organizatoria que permita, sin afectar los derechos de los/as servidores/as públicos/as, reaccionar con mayor agilidad a la dinámica de la sociedad y las necesidades de las personas, tanto por la vía de la potestad organizatoria de rango reglamentaria (que tras su inicial rechazo ha sido acogida en la última década por el Tribunal Constitucional27) como por otras figuras de que faciliten la transferencia de funciones o las fusiones o combinaciones de entidades administrativas, en ambos casos por vía administrativa28;

  • Profundizar el principio del control de la administración inspirándose en el denominado derecho a una buena administración que positivizó el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea29. No parece que tenga sentido volver sobre la creación de una justicia contenciosa administrativa desde la perspectiva constitucional;

  • Reformular la norma de publicidad que se incorporó en 2005 a la CP1980 para evitar que se transforme en una barrera infranqueable para la transparencia (y no simplemente el mínimo que debe garantizarse), como ha entendido la mayoría del Tribunal Constitucional que, incluso, ha pedido la revisión de parte de la Ley de Transparencia por este motivo30;

  • Consagrar espacios competenciales concretos para las Administraciones Públicas Territoriales, esto es, gobiernos regionales y municipalidades, que orienten la forma de repartir el poder en el territorio y eviten la dispersión y duplicidad de funciones o el reenvío indeterminado a la concreción legislativa.

No quiero extenderme en más asuntos del derecho administrativo que merecen la atención de la Convención Constitucional, pues no es el objeto de estas líneas31. Muy probablemente esta Convención tenderá a revisar incluso las que he denominado “líneas de continuidad” en la configuración constitucional de la Administración Pública, entre otras cosas porque se trata de un órgano muy diferente a sus predecesores. La “Gran Convención”, que redactó la CP1833, o la Comisión Consultiva, que hizo lo propio con la CP1825 (si bien la protagonista fue la Subcomisión de Reformas Constitucionales), estaban integradas por representantes de una clase política oligárquica, lo que también ocurrió con la CP1980, agravado en esta última porque se hizo bajo una dictadura militar que mantuvo el control del proceso, con todos los sesgos que eso supone32. La Convención, en cambio, es el primer órgano constituyente chileno electo bajo reglas de sufragio universal, para esta finalidad precisa y con reglas que han asegurado paridad de género y representación de pueblos originarios, además de favorecer la presencia de candidaturas independientes33, en buena parte porque su convocatoria respondió al denominado estallido social que vivió Chile en octubre de 2019 y que reclamaba respuestas de esta índole34. Estas reglas han llevado a que sea un organismo muy diverso y representativo, con poca presencia de la clase política tradicional y, por lo mismo, potenciales miradas nuevas.

Sin embargo, en esas miradas nuevas habrá que tener presente la frase de Mayer. Pensar que lo que establezca una nueva Constitución va a ser luego “concretizado” por el legislador, casi mecánicamente, se estrella contra nuestra historia. Porque el texto constitucional puede establecer límites infranqueables, a modo de un contenido vedado, y en eso suele ser eficaz. Pero cuando postula objetivos a alcanzar habrá, casi naturalmente, capas de resistencia (las mismas que han impedido que se concreten en el pasado) que seguirán operando incluso con una nueva Constitución vigente, y que tienen que ver con cuestiones más profundas que es preciso desentrañar. En los intentos fallidos que he descrito puede reconocerse, en mi opinión, la resistencia del poder político a ser limitado, sea por poderes locales más robustos, sea por una jurisdicción especializada o sea por un cuerpo funcionarial que no dependa de su confianza, sino del mérito. Desentrañar esto no asegura el éxito de las disposiciones, pues una Constitución entrelaza infinidad de factores que deben calibrarse adecuadamente, pero sin duda puede ayudar a mejores diseños y a no tropezar, al menos, con las mismas piedras.

Referencias

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